La crianza respetuosa es un tema que está cada vez más presente, especialmente en oposición a un paradigma tradicional más autoritario y menos empático hacia las infancias. Muchos de quienes criamos hoy en día solemos sentirnos entrampados entre esos dos grandes polos. Queremos distanciarnos de las formas tradicionales de crianza y desechar viejos mandatos por obsoletos. Y, en ese proceso, compramos nuevos mandatos que nos llevan a abundar la culpa por no alcanzar el canon de completitud que debemos acreditar ante váyase a saber quién para ser buenos “mapadres” progresistas.
Nos encontramos en situaciones donde nos gustaría poder criar sin tanta información y decirles a nuestros hijos: “No, esto es así porque yo lo digo”. Pero después emergen las contradicciones y las ganas de construir un modelo de crianza mejor. ¿Es posible? ¿Cómo?
Según la licenciada en Psicología Lorena Ruda (MN 44247), “en general hay dos estereotipos que predominan: los afines a lo que se llama la crianza respetuosa y los afines a lo que serían los métodos más rígidos”. “A veces simplemente criamos como nos criaron, no todo el mundo puede preguntarse sobre estos temas y simplemente crían. Con lo que tienen, sin reflexionar tanto —analizó—. Otros, en el otro extremo, cuentan con demasiada información que muchas veces también opera de ‘mandato’ y genera culpa al creer que están fallando. En el medio, muchas otras personas se cuestionan sobre su propia crianza e intentan modificar con sus hijos algunas cosas”.
“Hay tantas formas de criar como padres existan y el proceso sería justamente lograr bajarse del mandato de perfección, tener el duelo por estos ideales y heridas narcisistas que tenemos permanentemente en la crianza, y criar del modo que más cómodos nos sintamos”, observó.
Estos modelos, dijo la licenciada en Psicología Patricia Martínez (MN 24411), “hacen perder la individualidad y la particularidad de cada crecimiento y tenemos crianzas culposas, que además generan más exigencia. Esto muchas veces termina complicando el vínculo padre e hijo, y frustrando la comunicación”.
Una buena forma de hacerlo es problematizar la sociedad adultocéntrica en la que vivimos. En este mundo, los adultos solemos tener siempre la razón, y muchas veces nos encontramos aseverando “verdades”, repitiendo frases hechas y apelando a la autoridad (supuestamente indiscutible) que nos otorga la edad. Cuántas veces nos encontramos diciéndole a los más pequeños cosas como: “cuando seas grande me vas a entender”, “esto es así porque yo te lo digo, y vos te callás”, o “hacé lo que te digo, no me importa lo que pensás”, o “¿cuántas veces te lo tengo que decir?”.
Sin embargo, el sistema adultocéntrico es muy eficaz y nos oprime a todos. Por más que queramos practicar una crianza respetuosa, nos invade el mandato de que los hijos tienen que obedecer a sus “mapadres” y que tienen que hacer aquello que les pedimos, del modo que se lo pedimos y cuando se lo pedimos. Todo eso en nombre de que vivan una infancia feliz. De hecho, pensemos en cómo hay una asociación directa entre la idea de “buen niño” y “niño obediente”.
La infancia más valorada por el mundo adulto(céntrico) es la infancia obediente: la que no “molesta” al momento de cenar (es decir, se comporta como adulta), la que no se apasiona con los juegos, la que no se siente, la que es imperceptible. A veces, pareciera que la mejor infancia es la que no está.
Por todo esto, muchas veces pareciera que nos pasamos la infancia de los niños preocupados por pavadas. Nuestro humor diario se altera (para mal) porque vio cinco minutos más de tele que lo que le habíamos indicado, porque le pedimos que baje el pie del sillón y no lo hizo, porque le pedimos que levante un juguete (que no levantó), porque le indicamos que tome todo el vaso de agua y tomó solo la mitad, entre otros puntos. O bien, porque otras preocupaciones como: a qué edad empieza a caminar, cuándo deja el pañal, ¿duerme en tu cama o en la suya? o ¿cuántos caramelos comió esta semana?
Esas nimiedades del cotidiano (sí, en el fondo, nimiedades) nos distraen, muchas veces nos hacen enojar e, incluso, nos distancian de los niños sin ninguna clase de razón. Eso impide que nos encontremos con ellos, que disfrutemos juntos, que los niños (y nosotros) nos sintamos bien, contenidos, valorados y reconocidos.
Distraídos en querer imponerle a los niños un conjunto de conductas que la sociedad nos demanda para que certifiquemos nuestro “ser buen padre” o “ser buena madre”, transcurren su infancia. Y una parte significativa de ella la pasamos sirviéndoles y otra parte con el ceño fruncido porque “no me hace caso”.
¿Y cuándo disfrutamos con ellos? ¿Cuándo llega el momento de la carcajada? ¿Cuándo nos damos esos abrazos espontáneos que no se explican pero se siente el impulso?
Y es acá donde proponemos la noción de ternura. No porque creamos que todos debemos empezar a hablar con tonos dulzones o regalar sonrisas forzadas. Sino porque revitalizar la noción de ternura es una invitación a preguntarnos por el otro, y por la relación con el otro: un modo de descentrarnos. La ternura no es algo que se da de unos a otros: emerge (o no) en el encuentro. Por eso criar desde la ternura es, en realidad, criar la ternura. Es decir, educarla, cultivarla, desplegarla.
Los aprendizajes más significativos que seguramente recordamos todos de nuestra propia infancia son aquellos que se encuentran ligados a un vínculo afectivo que nos marcó, que nos hizo sentir queridos, reconocidos, valorados por lo que éramos y tal como éramos. Las personas adultas necesitamos re-encontrarnos con aquello que nos constituye como humanidad y que se encuentra a flor de piel en la infancia. Apuntamos al lazo social, a la dimensión del afecto, del amor humano, ese que es sensible ante el dolor ajeno, que se conmueve ante la injusticia.
Por eso, reivindicar la ternura, lejos de ser un discurso cursi o ingenuo, constituye una apuesta por transformar integralmente los vínculos intergeneracionales en el sentido de que puedan ir desprendiéndose del contenido controlador, disciplinante, culpabilizante, revanchista, competitivo, machista, adultista, discriminatorio, racista, moralizante, que los caracteriza hoy.
En este régimen adultocéntrico el poder está en manos de personas adultas. Para superarlo, necesitamos reaprender de los niños el valor entrañablemente humano de la ternura. Y escucharlos, siempre escucharlos: pero ni como hijos, ni como alumnos, escucharlos como lo que son.
Todos los chicos tienen derecho a ser todo lo curiosos que quieran ser. A preguntar las cosas cuando no les cierran, y a decir “no sé” cuando no tienen la respuesta (y los grandes también podemos decir “no sé”, ¡porque no siempre sabemos todo!). A quedarse pensando cuando algo les interesa. A que no les dé vergüenza si hay cosas que les gustan, pero a otros no. A compartir lo que les llamó la atención y lo que aprendieron con otras personas. Y claro: ¡esto aplica a todas las edades!
No se trata ni de idealizar a las infancias, ni de ponerlas en el centro del escenario borrando nuestra propia subjetividad. La propuesta de criar desde la ternura recupera algo tan simple como necesario: entender que las niñeces son personas humanas que están deseosas por descubrir, conocer, crear y vivir experiencias placenteras.
Esta es nuestra invitación a valorar más los momentos que tenemos con los niños: educar/criar menos y compartir/disfrutar más.
* Santiago Morales es sociólogo e investigador (CONICET/UBA).
* Florencia Sichel es profesora de Filosofía y divulgadora.