“La mayor enseñanza que me dejó la cordillera es que siempre que te la creés, Dios te pega un garrotazo. A nosotros nos pasó: primero fue el accidente, después nos enteramos que ya no nos buscaban, más tarde llegó la avalancha… Debemos ser de las pocas personas que se enteran por una radio que no existen más para el mundo. Nos pasó a los diez días. No entendíamos cómo el mundo seguía andando y nosotros ahí a 3.500 metros de altura, con 20 o 25 grados bajo cero. El ser humano cree que cuando le pasa algo cree que el mundo se detiene, y no es así. Y entonces apareció el grupo, que a cada ‘no’, le dijo que ‘si’. Fue un enorme aprendizaje”.
El jueves 12 de octubre de 1972, Carlitos Páez Rodríguez tenía 18 años, una vida despreocupada en su casa del barrio de Carrasco en Montevideo, Uruguay y trepaba al avión, un Fairchild Hiller de la Fuerza Aérea Uruguaya que lo llevaría, junto a 44 personas -39 pasajeros y 5 tripulantes-, a Santiago de Chile. Allí viajaba con sus compañeros del Old Christians para jugar un partido de rugby frente al club Old Boys. Pero el encuentro era lo de menos. Había en el grupo un clima de viaje de egresados, de vacaciones, de diversión asegurada.
La primera advertencia fue al llegar a Mendoza, donde hicieron escala obligada por la presencia de un frente de tormenta que no permitió la salida. El capitán de la aeronave, el coronel Julio César Ferradas, era un piloto experimentado, que había volado esa ruta 29 veces. Su copiloto era el teniente coronel Dante Héctor Lagurara. El viernes 13 de octubre, después de esperar toda la mañana que el clima mejorara, partieron a las 14.18 rumbo al destino. Un error de cálculo les hizo comenzar el descenso demasiado pronto. Y el avión se estrelló en el Glaciar de las Lágrimas, cerca del Sosneado, Mendoza, del lado argentino y a 1.200 metros de la frontera con Chile. Desde ese momento, Páez vivió aferrado a su fe y a un espíritu que se fortaleció cuando diez días después de estrellarse, con muchos compañeros muertos alrededor, se enteraron que ya no los buscarían. Fueron 72 días de “incertidumbre”, define, en los que tuvieron que apelar a recursos extremos para sobrevivir, hasta que el 22 de diciembre fueron rescatados.
Carlitos Páez es el hijo del pintor uruguayo Carlos Páez Vilaró (que falleció en 2014) y sabe que pudo haber muerto ahí mismo. Habla con Infobae y cuenta que viajaba del lado de la ventana, junto a Rafael Echavarren. “Él quería sacar fotos para la novia y yo quería la ventana. Era muy caprichoso, pero dos minutos antes del accidente, le cambié el lugar. Al final, eso hizo que yo estuviera vivo y él no…”. Echavarren murió después de una agonía de 37 días en la montaña.
Del momento del accidente, dice, recuerda todo: la turbulencia, el ruido infernal de los motores cuando el piloto intentó elevar la nave, el Ave María que rezó, el golpe con la montaña, la cola del avión que se desprendió, el frío, la frenada en la nieve, los asientos que van encima unos de otros, el silencio inicial, los gritos y la media hora que tardó en liberarse… “Lo tengo todo grabado. Mirá, cuando te tomás un avión, pensás que se va a caer. pero cuando se cae… pensás que no se podía caer. Para que veas la ingenuidad que tenía yo, que entonces era un chico malcriado, caprichoso, bueno para nada, cuando caímos le pregunté a Roberto Canessa, ‘¿esto es lo que se llama un desastre?’. Una cosa es el viejo de 68 que soy ahora, y otra el de los 18 años, que hasta tenía niñera en mi casa en Uruguay. Fijate que pasé los 70 días calzado con mocasines de Guido a casi 4 mil metros de altura. Hoy pienso que o los mocasines de Guido son muy buenos o el ser humano es muy aguantador”.
Hace 50 años que Carlitos Páez, que vive en Montevideo, repite la misma historia. Hace poco estuvo en el Fashion Week de Nueva York, donde habló del tema en el cierre. “No lo podía creer, yo ni sabía lo que era el Fashion Week”. Pero no se cansa de dar charlas, asegura que contar esa épica ayudó a muchos. “Me la paso dando conferencias a lo largo del mundo. A veces me pregunto por qué tiene tanto atractivo…”
-¿Y qué te respondés?
-Creo que a la gente le interesa porque es una historia extraordinaria que protagonizó gente común. En esto no hubo un mérito mío, ni del hecho de ser uruguayos, ni de ser rugbistas, nada de eso. Es algo que le pudo pasar a cualquiera. Nosotros vivimos 70 días de una incertidumbre total. Y fue algo que nosotros manejamos razonablemente bien, pensá que éramos chicos de 18 años en medio de la cordillera, cuando en Uruguay la altura máxima es de 500 metros y a la nieve jamás la vimos.
Para estos 50 años de este milagro (o tragedia, según se recuerde a los 16 sobrevivientes o a las 29 víctimas) habrá una misa a las ocho de la noche en la capilla del Colegio Stella Maris de Montevideo. Lejos de amainar, el interés por lo sucedido en la cordillera permanece. Ahora, cuenta Páez, “se hará una nueva película. El director, Juan Antonio Bayona (El Orfanato, Jurassic World), es un fanático de la historia, y se basará en el libro La Sociedad de la Nieve. A mi me toca hacer el papel de mi papá… Viven estuvo bien intencionada, es muy Hollywood, pero esta te puedo decir que es excepcional, aunque mucho no puedo contar…”
Carlitos tiene dos hijos: Maria Elena de los Andes, uruguaya y Carlos Diego, argentino. El segundo nombre del varón es un homenaje a sus dos mejores amigos, muertos en la Cordillera: Gustavo Diego Nicolich y Diego Storm. Ambos fueron sepultados por la avalancha que el 29 de octubre mató a ocho de los primeros sobrevivientes. También es abuelo de cinco nietos (Justina, Mía, Violeta, Juan Justo y Alexis “y una que viene en camino. Al final, gracias a que estoy vivo en la familia somos siete y medio más…”, bromea fiel a su personalidad. Es, además, publicista, escritor y, en aquellos años, un pilar de rugby que alguna vez él mismo calificó de “malo”.
Y esta referencia es porque muchos piensan que la supervivencia del grupo de uruguayos se debió al entrenamiento de rugby que tenían. Pero Carlitos lo desmiente: “La gente cree que éramos Los Pumas, pero nada que ver, éramos jugadores de colegio, ni siquiera atletas. Nos juntábamos dos veces por semana para jugar y punto. Es más, yo ni siquiera iba a jugar en Chile. Era un viaje de diversión, nomás. De los que se salvaron, solo 5 iban a jugar el partido, del colegio éramos 9 y otros 7 ni siquiera iban al colegio. En ese momento, con el Chile de Allende, como pasa ahora con Argentina, el cambio nos favorecía. Nos costó 38 dólares el viaje ida y vuelta en un avión militar. Teníamos 70 dólares para el fin de semana, era una fortuna. Estábamos acostumbrados a viajar a la Argentina, pero ir a Chile era diferente”.
-Vos eras muy creyente. ¿Te apoyaste en la fe para aguantar esos 72 días?
-Yo era más creyente antes. Sin dudas fui el que más rezó, pero creo que solo rezando no se sale. Para mi no fue un milagro, ni fue una tragedia, como dicen. Fue una historia de seres humanos. A pesar de que iban pasando los días, no perdí la esperanza. Y si alguien la perdía, el resto lo levantaba. Mirá, el único que se sacó una foto sin camisa fui yo. Dije que me la saqué porque quería llegar bronceado a Punta del Este. Estábamos cerca del verano, nos rescataron el 22 de diciembre. Podía ser tomado como un acto de frivolidad, pero en el fondo era esperanza. Yo, ahí, me sentía como el personaje de la Vida es bella. Ese era yo. Hace tres meses, en una conferencia a beneficio de la fundación de Esteban Bullrich por el ELA, me quedó una frase que dice él: “La vida es hoy y el mañana es esperanza”. Yo la incluyo, porque nosotros hicimos mucho en el “día de hoy”, para que hubiera un mañana. Tú sabés incluso que Canessa había propuesto, cuando salió el libro “Viven”, que se llamara “Tal vez mañana”.
-¿En la montaña todos hacían de todo, o había roles definidos?
-Nosotros teníamos absolutamente divididas las tareas y los roles. La nuestra fue una de las historias más notables de trabajo en equipo. Había tres estudiantes de medicina, por ejemplo, y asumieron ese rol. Roy Harley era estudiante de ingeniería y se encargó de la radio. Daniel Strauch era el inventor, hizo algo con almohadones para caminar sobre la nieve, o los lentes negros. Yo era el tapiador oficial del avión. Pero lo mejor que hice con mis manos, y creo que en mi vida, fue coser la bolsa de dormir improvisada para Parrado y Canosa cuando salieron a buscar ayuda. Allá arriba, en verdad, no hubo un “chico de la película’’. Las personalidades fueron cambiando. Algunos, cuando empezó la historia éramos unos pelotudos y después nos hicimos cargo de lo que pasaba; otros eran unos genios y se vinieron abajo. Pero fue una acción conjunta. No me gusta mucho hablar de equipo, me gusta hablar más de grupo.
-Imagino que la falta de comida y la decisión de alimentarse con sus compañeros habrá sido lo más difícil, ¿no?
-Nunca tuvimos víveres. Los primeros días tuvimos una lata de mariscos para compartir entre 26. Cuando el 23 nos enteramos que se había terminado la búsqueda surgió la única chance de alimentarnos, que era de nuestros compañeros muertos. Nosotros priorizamos el derecho a la vida y el derecho a volver a casa… Allá arriba yo no peleaba ni por ser parte de un libro, ni de una película, ni para hacer notas notas. Peleaba por vivir. Peleaba para volver con mi mamá, mi papá y mi perro.
-Tu padre, cuando todos dejaron de buscarlos, fue el único que siguió…
-Mi papá nunca perdió la esperanza. Fue el rol que le tocó jugar… Él fue el que nos buscó impulsado por mi madre, que no tenía la más mínima duda de que yo estaba vivo, por ese vínculo especial que tienen las madres con los hijos.
-¿Cómo tomaron la decisión oficial de dejar de buscarlos?
-Al principio, cuando lo oímos en la radio, con mucha rabia, pero en definitiva fue lo mejor nos pudo pasar, porque nos activó a dejar de esperar para empezar a actuar. Nosotros hicimos que las cosas pasaran. Fuimos a buscar a los helicópteros, no fueron los helicópteros los que vinieron. Mirá, se empecinaron en comparar nuestra historia con la de los mineros de Chile. Pero hay diferencias. El día 14 todos nos enteramos que estaban con vida. Yo estaba en Salta dando unas charlas y hablé con ellos. Pero nosotros, a los 10 días, nos enteramos que el mundo nos había abandonado.
-¿Cómo decidieron que fueran Parrado y Canessa los que salieran a buscar ayuda?
-No se decidió. Nando (Parrado) había perdido a su madre y a su hermana en el accidente, era el que más tenía la necesidad de contarle a su padre que él estaba vivo. Y (Roberto) Canessa era el que estaba mejor físicamente, le deciamos “El músculo”… Nosotros, mientras tanto, estábamos protegidos por el fuselaje, con vida. Lo de ellos sí fue algo heroico, un acto de heroísmo de la gran puta.
-Me imagino que volver trajo una mezcla de sensaciones…
-La vuelta no fue igual para nadie. Se mezcló la felicidad de regresar vivos con la tristeza por los que no estaban. Yo perdí a mis dos mejores amigos allá, había estado el día anterior a la avalancha con ellos. Pero en ese momento estás peleando tan por la tuya, que se muere un amigo y seguís. Fue más doloroso cuando volví y me di cuenta que no estaban y no iban a regresar nunca más. Pero mirá, de este tema se hicieron 26 libros, 9 documentales, dos obras de teatro, la película “Viven”, en la que John Malkovich, un actor de primer nivel, hace de mí. Está rodeada de glamour la historia, si hubiera pasado ahora estaría en el Bailando con un sueño, no te quepan dudas.
-¿Regresaste al lugar?
-Volví tres veces. La primera con parte de los 11 sobrevivientes. La segunda con National Geographic para el documental que hicieron. Y la tercera con mis dos hijos y cuatro nietos. El mecanismo de defensa mío siempre es el humor. Pero con mi familia no podía y la pase mal, porque ahí, en el lugar donde quedaron los otros, se respira mucho dolor y sufrimiento. Creo que no volvería más…
-Después de regresar tuviste problemas de drogas y excesos. ¿Fue debido a la experiencia en la cordillera?
-No. Yo hubiera sido adicto de cualquier manera. Tenía una abuela que me malcriaba mucho, un padre famoso que me hacía ser siempre el “hijo de”… Pero sí es cierto que la cordillera me dio el pasaporte para hacer cualquier cosa. Un poco te la creés, te agarra la fama. No es fácil, preguntale a Maradona. De repente el Papa te quiere conocer, los presidentes te quieren conocer, te invitan a todos lados, te ofrecen todo… Y te comes el personaje. Pero gracias a un grupo y a vivir un día a la vez aprendí que cuando compartes el dolor es menor, y la alegría compartida es más alegría. Vencer a las drogas fue mi segunda cordillera.
-¿Volverías a subir al avión en Carrasco?
-Lo haría por el aprendizaje que significó para mi. Claro, sólo si me aseguran que no va a morir nadie. Hay una frase que aprendí hace poco tiempo y dice “empieza por hacer lo necesario, luego lo que es posible, y te encontrarás haciendo lo imposible”. Nosotros lo hicimos y ya vez, 50 años después estamos hablando de aquello.