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Elvis Presley, el ídolo de todos, murió hace 45 años. Fue una muerte trágica a la vista de todo el mundo.

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Fue el concierto número 55 de ese año. El Marquet Square Arena de Indianapolis estaba repleto. El público gritaba, pedía sus temas favoritos, celebraba sus (escasas) ocurrencias, hacía como si nada pasara. Terminó de cantar Can’t Help Falling In Love y dejó el escenario. La banda, como siempre, siguió tocando unos minutos hasta que se avisó: “Elvis has left the building”. Elvis se ha ido.

Por Infobae

Era el 26 de junio de 1977. El hombre que había provocado una revolución, uno de los tres artistas populares más influyentes del Siglo XX, ya no volvería a cantar en público. Un mes y medio después moriría sentado en el inodoro de su mansión. Tenía 42 años. Parecía de muchos más.

Durante ese año, el plan del Coronel Tom Parker, manager de Elvis Presley había sido diferente al de los años anteriores. Muchas giras por todo Estados Unidos con actuaciones intensas durante dos semanas, un breve descanso y luego volver a la ruta. Durante casi todo 1977 no se presentarían en Las Vegas, el sitio en el que Elvis se había asentado durante los setenta. Recién en octubre cantaría en el nuevo salón del Hotel Hilton para 7.000 personas.

Desde hacía años que los shows de Elvis eran abiertos por Jackie Kahane, un comediante norteamericano, que amenizaba la espera con su rutina de stand up. Al principio su intervención duraba poco más de un cuarto de hora. Pero con el correr del tiempo y el deterioro de Elvis, debió ir alargando su actuación hasta que el Rey estuviera listo para ingresar. Hubo días que Kahane estuvo en el escenario más tiempo que Presley. Kahane llegó a tener que estar frente al público casi una hora.

“Elvis se ve y se escucha maravilloso esta noche”, dijo el comediante al público antes de dejarle lugar a la estrella el día de la que sería su última actuación. Y no había mentido. La mejoría de su estado respecto a los días anteriores era evidente. Tal vez lo ayudaba saber que esa sería la última escala de ese tramo de la gira y que podía volver por unos días a Graceland. O, quizá, esa noche su mente estaba más despejada que lo usual.

Circulan en la red (y durante años en vinilos muy cotizados) grabaciones piratas de esa jornada. La voz de Elvis siempre afinada, se lo percibe en sintonía con el público, suelto, con cierta energía. El repertorio tiene varios de sus clásicos iniciales (Heartbreak Hotel, Hound Dog, Don’t Be Cruel) y algunos temas del cancionero más reciente como su versión de Bridge Over Troubled Water.

Sus músicos y parte del séquito coinciden en que ese show fue de los mejores que hizo en 1977. Los dos anteriores habían sido casi catastróficos. Como muchos otros de ese año. Casi no hablaba con el público. Se movía con dificultad por el exceso de peso, se olvidaba las letras, repasaba la lista de temas con apuro como si se tratara de finalizar un trámite. Su cara parecía diseñada por un mal maquillador de una película de terror clase B. Abotargado, era un espectro en el escenario con algunos momentos de lucidez.

Esos dos shows, los de Omaha y Rapid City, fueron filmados para ser pasados por televisión. Desde su extraordinario e impactante regreso en 1968, cada aparición televisiva de Presley era muy redituable. El público seguía con sed de Elvis y él no solía defraudar. Pero tanto los músicos como el entorno, no podían entender cómo el Coronel Parker había vendido ese programa especial. Elvis no estaba en condiciones de ser sometido a semejante exposición. Millones de personas verían su deterioro. Que fueran dos recitales diferentes no sería demasiado problema en relación al vestuario. A Elvis, por ese entonces, ya usaba sólo dos trajes (y ambos eran similares): eran los únicos que le entraban.

Pero el canal pagó 750.000 dólares y el Coronel Parker no dudó. Como venía haciendo desde hacía años, parecía que el manager hacía los negocios pensando en beneficiarse y no en su artista.

Los dos shows fueron muy malos pero no muy diferentes a cualquiera de los anteriores de los últimos meses. Hubo recitales en los que debió abandonar el escenario para ir al baño, otros en los que la gente no lo ovacionó al final sino que se retiró sin enojo pero con desolación, y alguno en el que las coristas debieron cantar e improvisar durante media hora porque él se retiró en medio del show sin avisar; al regreso retomó la canción que había dejado por la mitad. Sus intervenciones con el público se espaciaron, casi desaparecieron. Ya no hacía chistes, ni interactuaba. En ocasiones parecía desorientarse.

La cadena televisiva al ver el material decidió no emitirlo. Intentarían registrar una actuación futura en la que Elvis estuviera en mejores condiciones. Sin embargo, tras su muerte se transmitió y se promocionó como el último recital aunque estrictamente no lo fuera. No podían perderse semejante negocio.

Aunque en el de Rapid City hubo un momento sublime. El video cada tanto se vuelve a viralizar en las redes. Elvis, gordo, con dificultades para respirar, muy transpirado, con la mirada perdida, en un escenario caótico, repleto de gente y desprolijo, se sienta, fuera de programa, en el piano. Tan improvisado es que ni siquiera está el micrófono en un pie; uno de sus músicos lo sostiene. En el momento de la primera nota de Unchained Melody es como si un telón se levantara, se prendieran luces alrededor del cantante y como si alguien con pulmones muy poderosos soplara y despejara por unos minutos la espesa bruma mental que cubría a Presley. La interpretación es conmovedora. Ahí estaba Elvis. El público miraba asombrado. Los que lo rodean, los que vivían día a día con él, se debaten entre la emoción y la sorpresa por estar presenciando esa resurrección. Ahí estaba el artista gigante que había cambiado la música popular para siempre. Dentro de ese traje ridículo y debajo de esa imagen estrafalaria y decaída seguía estando él. Elvis seguía siendo Elvis.

La explotación de Elvis Presley, mirada a la distancia, parece inconcebible. Las giras de ese año fueron un desgaste innecesario. Nadie podía siquiera sospechar que estaba en condiciones de afrontar ese esfuerzo. La adicción a los opioides y otros medicamentos, la dieta descontrolada, el alejamiento del mundo real, la falta de entusiasmo por lo que estaba haciendo, las relaciones conflictivas con sus parejas estables (y también con las fugaces) que lo rodeaban y el enrarecimiento progresivo de sus contactos con las mujeres en general. A todos esos problemas se le sumó otro. La preocupación por un libro que estaba por aparecer.

Tres de los guardaespaldas de Elvis fueron despedidos a fines de 1976. Uno de ellos, Red West, había sido compañero de colegio de Elvis y trabajaba junto a él desde antes de su explosión, desde 1955. Su primo Don West también estaba en los huestes de Presley desde fines de los 50. El tercero, Dave Hebler, había empezado a trabajar con los primeros shows de Las Vegas. Los motivos de los despidos nunca quedaron demasiado claros. El Coronel Parker, representante de Elvis, dijo que se trató de un recorte presupuestario ya que los shows se habían espaciado. Los guardaespaldas insistieron en que fueron desplazados porque ellos tres fueron los únicos que se opusieron al estilo de vida que estaba llevando Presley, los que se opusieron a que se siguiera matando.

Los tres se juntaron con un periodista que trabajaba en dos diarios sensacionalistas y le pidieron que oficiara de ghost writer. Steve Dunleavy desgrabó los testimonios de los guardaespaldas y escribió un libro repleto de intimidades escabrosas. Una enorme venganza.

Allí se contaba por primera vez la relación de Elvis con las drogas, el abuso de los medicamentos prescriptos, los problemas con las mujeres y otras intimidades más. Un típico producto amarillo y polémico que fue editado en julio de 1977.

Pese a las escandalosas revelaciones, el libro empezó su carrera comercial sin demasiada fuerza. Los fans de Elvis no querían escuchar cosas feas sobre su ídolo. Pero Elvis What Happened? fue uno de los libros más oportunamente lanzados de la historia. Menos de un mes después de su publicación, Elvis fue encontrado muerto. Y todos los que no quisieron leer antes, lo compraron para tratar de entender qué había sucedido. Fue un best seller inmediato. En Estados Unidos vendió casi 4 millones de copias.

Allí, entre otras muchas cosas, se contaba que luego de la separación de su esposa, Priscilla, Elvis ingresó en una pendiente difícil de detener. Que la relación con las mujeres era más mística y espiritual que sexual, que salía con chicas muy jóvenes de las que se enamoraba enseguida (o al menos eso les decía) y que les proponía matrimonio, con lujoso anillo incluido, en la segunda o tercera salida -en realidad no salían: las chicas eran llevadas por algún asistente a Graceland. De esa manera conoció a Ginger Alden, su última novia, la veintiañera que lo encontró muerto en el baño.

Los últimos años de Elvis habían sido bastante parecidos entre sí. Lo único que los diferenciaba era que cada año era un poco peor que el anterior. Discos malos, perezosos; actuaciones en vivo erráticas, sin el menor rigor, en las que el público salía siempre defraudado; y un físico cada vez más vapuleado que mostraba, en cada desconcertante aparición pública, un deterioro evidente.

No es casual que de todo el ejército de imitadores de Elvis que pululó en todos estos años, la mayoría emule al último Elvis, al de mediados de los 70. Ese Elvis es una caricatura de sí mismo. Pero una caricatura cruel, hecha sin ternura, que sólo resalta los costados sórdidos del personaje, que olvida su genio. Las patillas enormes, el sobrepeso, la papada de múltiples pliegues, las camisas abiertas, la transpiración demasiado abundante, los movimientos toscos, poco gráciles, el jadeo trabajoso, el ritmo respiratorio en la frontera del Epoc.

Sus pasos de baile se volvieron grotescos, lo mismo que esas tomas de karateca que improvisaba en escena (más de una vez y ante la permanente suba de peso, en medio de esos movimientos se le rompió la entrepierna del pantalón). Sin embargo en la mayoría de sus presentaciones seguía habiendo destellos del artista que menos de dos décadas antes había estremecido al mundo.

A pesar de su estado físico seguía exudando sexualidad, seguía imantando a las audiencias y cada tanto su voz volvía a aparecer en gran estado. Ese traje blanco cada vez más apretado, con sogas colgando, con el cuello levantado, en otro hubiera quedado ridículo pero a él no. En esos momentos todos recordaban que ese hombre seguía siendo Elvis Presley, el Rey.

El paisaje de esa época del Rey del rock es desolador. Su soledad estremece. La paradoja es evidente. El contraste que produce el no poder moverse en público por su fama extrema, por las pasiones que motiva, y la soledad y el vacío en el que vivía.

Elvis Presley se fue muriendo a la vista de todo el mundo. En vivo y en directo. La degradación fue pública pero seguía recibiendo vivas, aplausos y bombachas y corpiños sobre el escenario. Casi incitado a ir por más, a caer más bajo.

Por primera vez en su carrera en abril de 1977 tuvo que suspender presentaciones. Tuvo un colapso –algunos hablan de una sobredosis- y fue trasladado de urgencia a una clínica y luego a Graceland. Pero esos tres shows se reprogramaron para la siguiente salida a la ruta pocas semanas después.

Dentro de su séquito iba el médico de siempre y otro más al que se acercaron para conseguir más recetas. El coronel Parker y los guardaespaldas habían diseñado un plan para poder repatriarlo a Graceland en caso de que muriera estando de gira y así evitar tener que afrontar la desagradable situación lejos de su casa.

El show de Indianapolis cerraba la quinta gira del año que emprendía Elvis Presley. Un número demencial teniendo en cuenta su estado. Como un acto de justicia poética, su último show, el del 26 de junio de 1977, lo encontró en mejor forma que el resto del año. El Rey se despidió con una actuación magnética y a la altura (desmesurada) de su leyenda.

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