Isabel II y Margaret Thatcher tuvieron una relación tortuosa, según un nuevo libro. La autora describe a la reina como “indiferente” y a Thatcher como “conflictiva” y “
¿Con qué Primer Ministro disfrutó más reunirse?, le preguntaron a Isabel en uno de esos reportajes que le hacían en la BBC para los aniversarios. “Con Winston, por supuesto… fue siempre muy divertido”, fue la respuesta casi natural. Churchill pertenecía a una familia aristocrática, manejaba los códigos y sí, era muy divertido. Con los otros Conservadores y los Laboristas que lo siguieron no tuvo la reina esa familiaridad, pero tampoco grandes diferencias a pesar de que ella, obviamente, siempre mantenía puntos de vistas muy tradicionales. Fue Margaret Thatcher, la primera PM mujer, quien logró sacarla de las casillas. Algunos dicen que fue precisamente por eso, porque estaba acostumbrada al trato con políticos varones y cierto machismo. Otros creen que fue producto de enfrentarse a una personalidad dura y seca como la de la doctora en química que no sabía cómo contener un resentimiento de clase.
La relación entre estas dos mujeres del poder siempre fascinó a los biógrafos, historiadores y la prensa de Fleet Street que supo llenar ediciones enteras con las especulaciones acerca de esa “extraña pareja”. Fue la octava premier del reinado de Isabel, y con mucho la más inusual. Todos sus anteriores primeros ministros habían sido hombres, y se habían dividido en dos grupos. En primer lugar, estaban los conservadores de clase alta y anticuados, como Churchill y su sucesor Sir Anthony Eden. Luego estaban los dos laboristas, Harold Wilson y James Callaghan: socialistas en teoría, pero profundamente patrióticos, incluso socialmente conservadores en la práctica.
Pero Thatcher era diferente. Se veía a sí misma como una radical, una modernizadora, que “arrastró a Gran Bretaña a las patadas y a los gritos hacia la década de 1980″, como lo describió un historiador a la BBC.
Había prometido revisar el acuerdo paternalista que había regido la vida política y económica de Gran Bretaña durante los últimos 40 años, consenso del que la propia Reina, con sus monólogos anuales sobre el deber y el servicio, se había convertido en un símbolo viviente. Y mientras que los primeros ministros conservadores anteriores habían sido vistos a menudo como representantes de la clase alta, Thatcher, que se describía a sí misma como una “provinciana sencilla y directa”, consideraba al establishment como el enemigo.
La paradoja, sin embargo, era que esta populista instintiva era también una monárquica absoluta. En una oportunidad dijo que se sentía como un “Cavalier” en la Guerra Civil, y que trataba a la reina con una deferencia tan exagerada que era tomada a broma. Sus reverencias eran tan bajas que se convirtieron en una broma de palacio.
Además, había una dimensión personal inusual. Tanto la Reina como su primera ministra estaban acostumbradas a ser las únicas mujeres en la sala. A ellas siempre les coqueteaban los caballeros dentro de un protocolo asociado a los negocios o el profesionalismo. Les era inusual tratar temas de estado entre dos mujeres e intentar caerse bien entre ellas. Había una común desconfianza en cualquier cosa que se dijeran. Dicen que jamás se las escuchó hablar de sus maridos y que se cuidaban también de mencionar a sus hijos. Ni la reina ni su primera ministra hablaron nunca públicamente de la relación.
El biógrafo Charles Moore describió la incomodidad de sus audiencias semanales de los martes, con Thatcher sentada nerviosamente en el borde de su silla. La gente solía imaginar que se pasaba el tiempo arengando a la reina sobre la política económica. En realidad, escribe Moore, “lo que ella decía solía ser una anodina recitación de asuntos de actualidad”, a la que la Reina no respondía prácticamente nada. En otras palabras, la mayoría de sus reuniones eran probablemente inmensamente aburridas.
Desde su llegada al poder en 1952, la Reina siempre se había manifestado partidaria del principio de la unidad nacional. Y ese fue el mayor punto de conflicto con su premier. Dos años después de que la conservadora llegara al número 10 de Downing St., Gran Bretaña aparecía más dividida que nunca. Su política de ajuste había provocado una devastadora recesión que dejó sin trabajo a al menos tres millones de personas. Bristol, Brixton y Toxteth se convirtieron en los centros del disgusto con enormes protestas, disturbios y represión. En Belfast, Bobby Sands, del IRA, lideró una huelga de hambre de los presos republicanos irlandeses que hizo poner de rodillas al gobierno y a la monarquía; la falta de vivienda para los trabajadores y las enormes propiedades de la realeza provocaron enfrentamientos clasistas como no se veían desde hacía siglos.
Fue cuando apareció más claramente la Dama de Hierro. En lugar de cambiar de rumbo, como podrían haber hecho cualquiera de sus predecesores, Thatcher insistió en que “no estaba a favor de girar”. El consenso, dijo con desprecio, no era más que “el proceso de abandonar todas las creencias, principios, valores y políticas en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie se opone; el proceso de evitar las mismas cuestiones que hay que resolver, simplemente porque no se puede llegar a un acuerdo sobre el camino a seguir”.
No se sabe si la reina pidió alguna vez a su primera ministra que se replanteara su política. Pero sí le hizo ver la inconveniencia de profundizar el sufrimiento del pueblo. Isabel II siempre se cuidó de no aparecer como entrometiéndose en los asuntos del gobierno, pero siempre recordó a sus ministros que la unidad del reino estaba por encima de todo. Aunque siempre tuvo muy buenos asesores políticos que también le advertían a ella de las alternativas. Y en ese momento, la alternativa electoral más plausible no era la vuelta al acogedor statu quo conservador. Era un giro brusco a la izquierda bajo el Partido Laborista de Michael Foot, que habría traído consigo la retirada inmediata del Mercado Común Europeo, la posible retirada de la OTAN, la nacionalización masiva de las industrias y la abolición de la Cámara de los Lores. La Reina podía tener muchas diferencias con el thatcherismo, pero es difícil creer que esa alternativa socialista dura le resultara más atractiva.
Claro que una vez que desapareció el fantasma de Foot y Thatcher fue reelecta, la confrontación entre las dos mujeres se profundizó. El 20 de julio de 1986, el Sunday Times publicó una extraordinaria primicia: un artículo en primera página en el que se afirmaba que la reina consideraba en privado que el enfoque de la señora Thatcher era “indiferente, conflictivo y socialmente divisivo”. La fuente era el secretario de prensa de palacio, Michael Shea. Todos saben en el Reino Unido que nunca jamás un funcionario de palacio hablaría sin el consentimiento de la reina y su equipo político. Había sido un golpe cuidadosamente elaborado.
Sin embargo, Isabel hizo lo correcto: llamó inmediatamente a primera ministra para disculparse, y la relación sobrevivió. Pero ambas sabían que el daño estaba hecho y que la acción había sido provocada por el radicalismo de las políticas del gobierno que amenazaban al corazón mismo del reino. “No es bueno lo que sucedió. Esas viejecitas dirán que la señora Thatcher está molestando a la Reina”, le dijo a un asesor. “Perderé votos”.
La relación entre las dos mujeres siguió siendo tensa, aunque más civilizada. Después, se mostraron juntas en varias ocasiones sociales y hasta se las vio charlando amablemente en algunos de esos eventos. Independientemente de lo que Isabel II pudiera pensar de su primera mujer primer ministro, no podía negar que Thatcher ganó tres elecciones consecutivas, ocupó el cargo durante un tiempo récord de 11 años y dejó el panorama político y económico totalmente transformado. Y como mujer, no podía dejar de respetar el logro de la primera madre trabajadora elegida para gobernar su país, aunque a veces le doliera admitirlo.
Lo de la Guerra de Malvinas tiene un capítulo especial en esa relación de camino poceado. La reina no tenía ningún interés personal en las islas. Pero técnicamente eran su territorio, y los isleños eran sus súbditos, por lo que le importaban como cualquiera de las otras miles de islas de su reino. Hay un detalle revelador en las memorias de Margaret Thatcher sobre la guerra. Tras conocer la noticia de que las Georgias del Sur habían sido retomadas, Thatcher recuerda cómo “fue a ver a la Reina a Windsor. Fue maravilloso poder darle personalmente la noticia de que una de sus islas le había sido devuelta”. A menos que Thatcher se engañara a sí misma, esto sugiere que Isabel estaba preocupada por lo que sucedía en el Atlántico Sur.
Al igual que los padres de otros militares, la reina y el príncipe Felipe acudieron a saludar el regreso a Gran Bretaña del portaviones Invencible. Pero con su típica puntillosidad, se esforzó por no parecer triunfalista. Cuando los comandos británicos desfilaron en celebración por Londres poco después, fue Thatcher la que efectivamente hizo el saludo protocolar en lugar de la Reina. Esto provocó muchos comentarios, pero reflejó la forma en que la campaña se había convertido en la “guerra de Thatcher”. Hasta en ese momento Isabel quiso permanecer alejada de las políticas de su primera ministra.