Sociedad
Padre Pío, uno de los santos más queridos de la Iglesia Católica, confesó al Diablo y cómo fue santo a pesar de las calumnias
El 23 de septiembre de 1968 falleció en s. Giovanni Rotondo el padre Pio de Pietrelcina. Había nacido como Francesco Forgione 87 años antes, el 25 de mayo de 1887, en el pueblo de Pietrelcina, ciudad y comuna de la provincia de Benevento, en Campania, sur de Italia. Era antigua usanza de los Frailes franciscanos, una vez realizados los votos, cambiar el nombre y otorgarle como apellido el lugar de su nacimiento como por ejemplo: Rosa de Viterbo, Clara de Montefalco, Roque de Montpellier, tantos y tantas más. Así lo hizo él. La vida del Padre Pio es tan controversial como espiritual y posee tantos detractores como admiradores o devotos. Pero su paso por el S. XX no fue inadvertido.
Por Infobae
Sus padres fueron Grazio Orazio Mario Forgione y María Giuseppa di Nunzio. Su familia era de clase humilde, trabajadora y muy devota. Desde niño mostró mucha piedad e incluso actitudes de penitencia. Su infancia se caracterizó por una salud frágil y enfermiza. Su interés por la vida religiosa fue a causa de un encuentro con fray Camilo, que habitaba en el convento de Morcone, a 30 km de Pietrelcina. Su papá, luego de emigrar a los Estados Unidos, vino a la Argentina a probar fortuna y estuvo desde 1910 hasta 1917. Aquí trabajó en el puerto y en el ferrocarril y, con lo ahorrado, pudo volver a Italia y costearle el ingreso de su hijo en el convento y mantener a su familia.
Con su padre un día, siendo aún pequeño, fue a una peregrinación al santuario de San Peregrino. La iglesia estaba llena de fieles de todas partes. Francisco observó la angustia de una madre que se acercó al altar con un niño deforme en sus brazos e imploraba al Santo que intercediera por la sanación de su hijo. En un arrebato de desesperación, la señora dijo en voz alta frente a la imagen del Santo: “Cura a mi hijo. Y si no lo quieres curar, tómalo, yo no lo quiero”. Acto seguido, arrojó al niño en el altar. En el preciso momento en que el niño tocó el altar, sanó por completo. El joven Francesco quedó por demás sorprendido y admirado del poder de la oración. Este hecho milagroso no hizo más que profundizar sus ganas de ingresar en un convento.
El 6 de enero de 1903, con 15 años, fue aceptado como novicio en el convento de Morcone, dada la cercanía de este lugar con su pueblo natal. El maestro de novicios era el padre Tommaso da Monte Sant’Angelo. Era un novicio normal, un poco delicado de salud, algo muy común por aquellas épocas. El 22 de enero de 1904 terminó su noviciado y pronunció sus votos temporales. El 25 de enero de ese mismo año se trasladó al convento de Sant’Elía y el 27 de enero de 1907 hizo la profesión de sus votos solemnes y fue trasladado al convento de Serracapriola.
Fue en el convento de Sant’Elía donde manifestó por primera vez uno de sus dones, la bilocación, que significa la facultad de estar en dos lugares al mismo tiempo. Se hizo presente en el momento del nacimiento de Giovanna Rizzani, hija de un conocido masón que agonizaba en ese momento, pero el nacimiento se realizaba en la ciudad de Údine, Venecia, a cientos de kilómetros del convento donde también estaba. Ese mismo año fue trasladado al convento de Serracapriola en Foggia, región de Apulia, pero en el nuevo lugar su salud, bastante débil, empeoró, y los superiores decidieron enviarlo a su ciudad natal para una pronta mejoría. Cuando sanó, sus superiores lo enviaron a Montefusco, en la provincia de Avellino, Campania. Y el 10 de agosto, en la catedral de la ciudad de Benevento, recibió su ordenación sacerdotal. Hasta1916 permaneció con su familia, a causa de la fragilidad de su salud.
No era normal que un fraile estuviera mucho tiempo fuera de su convento, por tanto el superior general de la orden pidió a la congregación de los religiosos la exclaustración del Padre Pío. Es decir, que debía dejar la orden franciscana. Fue un golpe muy duro para él y se puso en las manos del san Francisco y de la Virgen. La congregación de los religiosos no escuchó la solicitud del superior general y concedió que el padre Pío siguiera viviendo fuera del convento, hasta que estuviera completamente restablecida su salud.
Nuevamente recuperado, los superiores lo enviaron a un lugar remoto y perdido, San Giovanni Rotondo, que era en ese entonces una pequeña villa en la península del Gargano, rodeada por casas muy pobres, sin luz, sin agua potable ni cañerías, sin caminos pavimentados y sin formas de comunicación modernas. El monasterio se encontraba a unos dos kilómetros del pueblo y para llegar era necesario ir en mula. El edificio contaba con una pequeña y rústica Iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Gracia, del siglo XIV.
Pero la Primera Guerra Mundial llegará hasta el perdido pueblo de San Giovanni y el padre Pio será llamado al frente de batalla por el reino de Italia. Tres veces fue convocado y tres veces fue devuelto por su mala salud, a tal punto que en los papeles de su baja consta que se la otorgaron “para permitirle morir en paz en su hogar”.
Será en ese lugar remoto de San Giovanni Rotondo donde el padre Pio se volverá famoso y también sufrirá las más infames calumnias, sobre todo por parte de sus superiores y la jerarquía de la Iglesia.
El mismo padre narró el momento en que recibió los estigmas una mañana mientras oraba: “Era el 20 de septiembre de 1918. Yo estaba en el coro haciendo la oración de acción de gracias de la Misa y sentí poco a poco que me elevaba a una oración siempre más suave, de pronto una gran luz me deslumbró y se me apareció Cristo que sangraba por todas partes. De su cuerpo llagado salían rayos de luz que más bien parecían flechas que me herían los pies, las manos y el costado. Cuando volví en mí, me encontré en el suelo y llagado. Las manos, los pies y el costado me sangraban y me dolían hasta hacerme perder todas las fuerzas para levantarme. Me sentía morir, y hubiera muerto si el Señor no hubiera venido a sostenerme el corazón, que sentía palpitar fuertemente en mi pecho. A gatas me arrastré hasta la celda. Me recosté y recé, miré otra vez mis llagas y lloré, elevando himnos de agradecimiento a Dios”.
Los estigmas eran heridas profundas en el centro de las manos, de los pies y el costado izquierdo. Tenía manos y pies literalmente traspasados y le salía sangre viva de ambos lados.
Al enterarse del hecho, el padre provincial de Foggia llamó al Dr. Romanilli para que estudiara el caso, y lo encontró totalmente extraordinario. También desde la casa general de Roma enviaron a un médico, el Dr. Giorgio Festa. Y él escribió lo que vivió: “Los estigmas del Padre Pío tenían un origen que los conocimientos científicos estaban muy lejos de explicar. La razón de su existencia está más allá de la ciencia humana”.
La noticia creció como un reguero de pólvora y el antiguo pueblito, que ni caminos tenía, comenzó a llenarse de peregrinos. Esto llamó la atención de las autoridades de la Santa Sede, que enviaron al prestigioso R. P. Fray Agostino Gemelli, miembro de la familia franciscana al igual que el padre Pio, doctor en medicina, fundador de la universidad católica de Milán y gran amigo del papa Pío XI. Es quien, a su fallecimiento, puso nombre al famoso hospital de Roma “Ospedale Gemelli”, donde atendieron, por ejemplo, al Papa San Juan Pablo II luego de sufrir el atentado de 1981.
Gemelli nunca pudo constatar las heridas del padre Pio, nunca pudo verlas, solo habló con él, pero su informe fue lapidario: dijo que todo era una farsa y afirmó que los estigmas eran de origen neurótico. Al saber los informes del R. P. Gemelli, el Santo Oficio hizo público un decreto donde declaraba que “no se constata la sobrenaturalidad de los hechos acontecidos sobre el R. P. Fray Pio de Pietrelcina”.
La fama del Padre crecía y también la envidia con él, sobre todo por parte de la jerarquía Católica. El obispo de Manfredonia y Foggia, monseñor Pasquale Gagliardi, era uno de sus más acérrimos enemigos y persuadía a todos aquellos que lo escucharan indicándoles: “No tengan miedo de comprometerse enviando cartas e informes al Santo Oficio, porque allí hay quien sabe recibirlas y mantener su secreto”.
Viendo que su campaña contra el santo no funcionaba, monseñor Gagliardi se trasladó a Roma para entrevistarse con el Papa Pío XI. Fue recibido el 2 de julio de 1922, y delante del mismo papa juró en falso que “yo mismo lo he visto, lo juro: descubrí un frasco de ácido con el que se provoca las heridas y colonia para perfumárselas. El Padre Pío es un poseso del demonio y los monjes de su convento unos estafadores…”.
El 16 de mayo de 1923, el Santo Oficio procedió a su condena formal, negando el carácter sobrenatural de los carismas del padre Pío y aislándole. En los años siguientes hubo otros dos decretos y el último fue condenatorio: se prohibían las visitas al Padre Pío o mantener alguna relación con él, incluso epistolar.
Como consecuencia, el Padre Pío pasó 10 años -de 1923 a 1933- aislado completamente del mundo exterior, entre las paredes de su celda. Mientras el pueblo fiel, a pesar de la prohibición, seguía concurriendo a San Giovanni rotondo.
La jerarquía católica decía de sobre él toda clase mentiras y persecuciones. Que “era un psicópata”, un “hombre de escasa inteligencia”, un “falso místico”, un “traidor al voto de pobreza, castidad y obediencia”. Y hasta se dijo de él que era un “sacerdote miserable”, palabras del dominico Paolo Philippe en una nota al Papa después de haberlo interrogado en 1961 en su función de consultor del santo oficio; y a quien habrían que marginar y olvidar muy rápidamente para la salud de la Iglesia.
Pero durante todo ese tiempo, el Padre Pío aceptó con hidalguía todas las calumnias. Él mismo señaló: “Las acechanzas del demonio continúan afligiendo mi alma… Ya no siento aquellas dificultades que experimentaba para resignarme a mí mismo y a los deseos divinos. Rechazo las insidias calumniosas del tentador con tal facilidad que ya no siento alegría ni cansancio”.
Quizás una de las situaciones más extraordinarias que vivió a lo largo de su vida fue la que vivió frente a frente con el Demonio. Él lo mencionaba como una criatura perversa, pero que siempre era un ángel que se había corrompido y tenía una inteligencia superior a la de un hombre. Hay un extraordinario relato suyo al P. Tarcisio da Cervinara, del día en que Satanás se confesó con él: “Una mañana, mientras confesaba a los hombres, se me apareció un señor alto, esbelto, vestido con cierto refinamiento y de modales educados y amables. Arrodillado, este extraño comenzó a revelar sus pecados, que eran de todo tipo y contra Dios, contra su prójimo y contra la moral, todos ellos aberrantes. Pero algo llamó mi atención después de mi reproche a sus faltas, contrarrestaba mis palabras justificando, con habilidad y gracia, esos pecados como si fueran hechos normales. Nunca mencionaba directamente al Señor ni a la Virgen, los señalaba con perífrasis irreverentes. Sus pecados eran tan sucios y groseros que tocaban el fondo de la cloaca más repugnante. Yo me preguntaba quién sería ese hombre, de qué mundo vendría, intenté mirar su rostro, agucé el oído… En un momento, una luz brillante me mostró con claridad quién era. Y con todo imperioso le exigí: “Dí viva Jesús, viva María”. No bien lo hice, ese hombre, que era el Diablo, desapareció en un destello de fuego, dejando tras de sí un hedor fétido”. Para el Padre Pío, el Diablo era como un perro atado que ladra: sólo muerde a quienes se acercan.
Todo pasa, y si bien las mentiras contra el padre Pio prosiguieron (y prosiguen) durante toda su vida, él no se amedrentó y duplicó la apuesta. La tarde del 9 de enero de 1940, el Padre Pío propuso la fundación de un hospital que habría de llamarse “Casa Sollievo della Sofferenza” (“Casa Alivio del Sufrimiento”). El 5 de mayo de 1956 se inauguró el hospital con la bendición del cardenal Lercaro y un discurso del Papa Pío XII. Esta obra encontró como indiscutible aliada a la Sra. Bárbara Mary Ward, que fue miembro de la “Comisión Pontificia Justicia y Paz” de la santa Sede entre otras muchas cosas. Fue ella quien gestionó una ayuda monetaria de U$S 325.000 por parte del UNRRA (United Nations Relief and Rehabilitation Administration). La cantidad y el volumen de dinero que se manejaba era impresionante y en 1959 los periódicos empezaron a publicar falsas informaciones acerca de la administración que el padre Pío hacía de la Casa Alivio del Sufrimiento, acusándolo de apropiación indebida de fondos. Hoy serían llamadas fake-news.
En la actualidad, el hospital gestiona más de 600 camas, 206 de ellas para ancianos, 2900 empleados de rotación 24 x 24, incontables admisiones anuales, incalculables cirugías por año y más de 1,3 millones de servicios ambulatorios anuales, lo que lo convierte en uno de los más respetados de Europa. El hospital está dividido en 30 salas médicas y quirúrgicas, 50 especialidades clínicas y servicios de diagnóstico y terapéuticos.
Otro de los dones conocidos del Padre Pío son las curaciones. Es especialmente famoso el caso de una niña siciliana llamada Gemma Di Giorgi, ciega, que había nacido sin pupilas. Su abuela la llevó a San Giovanni para que el Padre le devolviera la vista. Pero en el camino, Gemma comenzó a ver. Al llegar, la abuela se postró frente al Padre Pío y le pidió por su nieta, pero éste le dijo: “La niña no debe llorar y tu tampoco, porque ella ve y lo sabes”.
El 20 de septiembre de 1968 se cumplieron 50 años de la estigmatización del Padre Pio. La Iglesia del convento de San Giovanni se llenó con 50 macetones con rosas rojas y la multitud que concurrió a verlo fue multitudinaria. Tres días después de la celebración, el padre Pio murió fiel a su fe y a su iglesia. El sepelio tuvo que durar más de 4 días y se cree que más de cien mil personas concurrieron a ver el cuerpo del padre Pio.
Luego de su fallecimiento se inició la causa de canonización, en la cual los estigmas son casi una nota marginal de la misma, que gira en torno a las virtudes del Padre Pio vivida en grado heroico y a los milagros que realizó. El 18 de diciembre de 1997, el papa Juan Pablo II lo declaró venerable. El 2 de mayo de 1999, el mismo papa lo beatificó, y el 16 de junio de 2002, lo canonizó bajo el nombre de san Pío de Pietrelcina siendo estas ceremonias de beatificación y canonización, junto con la de la Madre Teresa de Calcuta, las que más gente reunieron en torno a la basílica de San Pedro, al punto tal que hubo que habilitar la explanada de la basílica de San Juan de Letrán, la de santa María la Mayor y la de San Pablo extramuros, poniendo pantallas gigantes para que la multitud pudieran seguir la misa.
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