Historias

Desconocidas historias de la llegada del hombre a la Luna: Una hostia, gotas de vino y un llamado telefónico

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El 20 de julio de 1969, hace apenas cincuenta y tres años, el mundo no tenía Internet, ni e-mails, ni bytes, ni megabytes, ni terabytes, ni laptops, ni notebooks, ni tablets; ni siquiera teníamos computadoras personales, porque IBM lanzó la primera en 1981. Tampoco teníamos teléfonos celulares, ni inteligentes, ni Facebook, ni Pinterest, ni Twitter; ni otras redes sociales, ni Wikipedia, ni Google, ni YouTube, ni diskettes, que ya no se usan más, ni pen drives, ni discos externos para almacenar información ¿qué era eso de discos externos?; ni siquiera teníamos CD’s para escuchar la música de todos los días que escuchábamos en discos de vinilo; no teníamos tampoco fotos digitales, ni cámaras digitales: las fotos quedaban atesoradas en rollos de treinta y seis exposiciones, que había que mandar a revelar y a copiar si eran rollos blanco y negro, o a guardar en diapositivas si eran rollos color; no teníamos Photoshop, ni casetes, que tampoco se usan más, ni nos había llegado el hijo talentoso del casete, el Walkman de Sony, que apareció en 1979.

Por Infobae

En julio de 1969, entre otras muchas carencias, nos las arreglábamos sin cajeros automáticos y sin posnets, no teníamos rayo láser, ni ropa térmica, ni lámparas led, ni de bajo consumo; no habían nacido ni Microsoft, ni Apple, ni Windows, ni McIntosh, ni iPad, ni iPhone; no teníamos DVD’s, ni lectores electrónicos, ni robots de cocina, ni códigos de barras, ni código QR, ni servicios on line porque no había nada on line; no teníamos videocasetes, ni videocaseteras, ni VHS, ni Betamax, ni televisores led, ni de plasma, ni de pantalla ancha; de hecho, en la Argentina no existía la televisión color, ni había emisiones satelitales.

Por cierto, no teníamos fax, que ya no se usa más, ni hablábamos con Siri, o con Alexa; si nos hablaban de bluetooth podíamos asociarlo con un diente azul, pero, ¿qué era eso? No teníamos auriculares inalámbricos, ni salíamos a la calle con audífonos; no existía el análisis de ADN, ni cinturones de seguridad en los autos, ni chat, ni whatsapp; no teníamos video juegos, ni relojes pulsera digitales; no existían los bebés de probeta, ni la inseminación artificial; no había modem, ni router, ni controles remotos; no teníamos televisión por cable, ¿podés creer?, ni GPS, ni calculadoras de bolsillo, ni hornos de microondas, ni impresoras de punto o de tinta. Y seguíamos vivos pese a que no teníamos tomografías computadas, resonancias magnéticas, o stent coronario, ni corazón artificial, ni vacunas contra la neumonía, la hepatitis B o la meningitis.

Y así, sin nada, llegamos a la Luna.

Fue una hazaña que marcó una época y dio paso a otra. El primer hombre que pisó la Luna fue el astronauta Neil Armstrong, un piloto con una sangre fría impresionante, que salvó a la misión Apolo XI del desastre. Lo siguió Edwin “Buzz” Aldrin, que era quien guiaba al LEM (Lunar Excursión Module), un cachivache visto con la luz de hoy, pero una joya hace cincuenta y tres años. En aquellas computadoras que guiaban las naves que salían al espacio, las mamás de las que nos llenan hoy con megas de memoria, la que guiaba a Apolo XI albergaba tantos bytes como una calculadora de bolsillo, mediana, pero de bolsillo. Podrían ser 128 K: un gran adelanto de la época.

Apolo XI fue la coronación del esfuerzo estadounidense por ganar la carrera espacial que habían iniciado los rusos en los años 50 con el lanzamiento del Sputnik, el primer satélite artificial de la Tierra. La URSS de Nikita Khruschev no buscaba el misterio de las galaxias: quería espiar a los Estados Unidos. Y no tenía forma de hacerlo si no era vía satélite. Estados Unidos, en cambio, espiaba a la URSS con sus aviones U2 que salían desde bases americanas instaladas en Turquía, fronteriza con la URSS, y desde Islamabad, en Afganistán.

La carrera espacial empezó cuando en abril de 1961 la URSS lanzó a Yuri Gagarin al espacio, el primer hombre que orbitó la Tierra. Veintitrés días después, Estados Unidos puso a Alan Shepard Jr. en el espacio, pero en un vuelo suborbital. De allí en más, todo fue vértigo. En mayo de ese año, el presidente John Kennedy pidió fondos al Congreso para el programa espacial. Lo hizo a su estilo: fue contundente y lanzó un desafío: “Primero, yo creo que esta nación debe proponerse a sí misma lograr la meta, antes de que la década termine, de descender a un hombre en la Luna y retornarlo a salvo a Tierra. Ningún proyecto espacial en este período será más impresionante para la humanidad, más importante a largo plazo, para la exploración del espacio. Y ninguno será tan difícil ni costoso de lograr”.

Y aunque dos años y medios después Kennedy había sido asesinado en Dallas, su desafió siguió en pie. El centro espacial más importante de Estados Unidos, Cabo Cañaveral, se llamó Cabo Kennedy (hoy recuperó su antiguo nombre y el centro espacial lleva el nombre del ex presidente) y el plazo “antes de que termine la década” se mantuvo como una meta insoslayable. Las palabras de Kennedy encerraban el secreto de la carrera espacial: el drama no era poner a un hombre en la Luna, el drama era traerlo de regreso a la Tierra sano y salvo. Para eso, el LEM que pilotaba “Buzz” Aldrin fue fundamental: sirvió para alunizar, e iba a servir para despegar de la Luna y alcanzar la nave madre, Columbia, que daba vueltas en la órbita lunar piloteada por Michael Collins, el tercero de los tripulantes de la misión.

La llegada del hombre a la Luna está cuestionada hoy por el idiotismo terraplanista, símbolo de esta época, tan enseñoreado en las redes sociales, tan ñoño y vano, que sin embargo defiende con honores la premisa económica que asegura que la ignorancia es gratuita. Pero aquella noche del alunizaje, en la Argentina lejana que había habilitado la antena satelital de Balcarce sólo para que las imágenes de Apolo XI llegaran a los viejos televisores de válvulas de cada casa, muchos de los asombrados espectadores salieron a la oscuridad de la noche para mirar aquel círculo plateado por donde caminaban dos astronautas.

El programa Apolo fue el eslabón final de esa etapa de la carrera espacial americana, precedido por los programas espaciales Mercury y Gemini. Había empezado con mala suerte: el 27 de enero de 1967, la Apolo 1 se había incendiado en tierra, durante un ejercicio, y habían muerto los astronautas Virgil “Gus” Grissom, Edward White y Roger Chaffee. Ese día, Armstrong y sus colegas Gordon Cooper, Dick Gordon, James Lovell y Scott Carpenter estaban en Washington para firmar en Naciones Unidas el Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre. Al regresar a su hotel, el Georgetown Inn, se enteraron de la tragedia y pasaron la noche sostenidos sólo por el whisky. En abril, después de insistir en la mejora de los trajes ignífugos, Armstrong y otros diecisiete pilotos del proyecto espacial se reunieron con el jefe de la Oficina de Astronautas de la NASA, Deke Slayton, que era el tipo que había interesado a Armstrong, un brillante piloto de pruebas de la Armada, en unirse al cuerpo de astronautas. “Chicos –dijo Slayton– quienes volarán en las primeras misiones lunares están en esta habitación”. Dos años y medio después de aquel día, el 16 de julio de 1969, Armstrong como comandante de la misión Apolo XI, Collins y Aldrin treparon al Columbia, el módulo de mando que los llevaría a la Luna, que también contenía al LEM, llamado Eagle, Águila, que les permitiría regresar sanos y salvo. Si no se interponía la tragedia. Y la tragedia jugueteó un rato con la misión.

Columbia y Eagle fueron ideas de Armstrong. Como comandante de Apolo XI tuvo la tarea de bautizar a los dos módulos y a diseñar, o dar la idea para su diseño, del emblema de la misión: una típica águila americana con una rama de olivo entre sus garras. Despegaron a las 13:20:00 UTC (Tiempo Universal Coordinado por su sigla en inglés). Los impulsó al espacio otro gigante de la era espacial, un cohete Saturno V que, en el momento del lanzamiento, consumía quince toneladas de combustible por segundo y estaba dividido en al menos tres etapas que se desprendían del módulo lunar a medida que Apolo XI entraba en órbita. ¿Podía salir algo mal? Sí, podía. Uno de los secretos mejor guardados de la misión hizo que los espectadores VIP del lanzamiento estuviesen ubicados a cinco kilómetros seiscientos metros de la plataforma de despegue: los técnicos habían calculado que si el Saturno explotaba y la misión fracasaba, el combustible derramado y los fragmentos de Apolo XI alcanzarían cuatro kilómetros ochocientos metros de distancia.

Pero Apolo junto a Saturno, Columbia y Eagle se portaron como buenos chicos y el módulo de mando y el LEM permanecieron unidos a la última parte del cohete Saturno ya en órbita, a doscientos quince kilómetros de la tierra. Allí dieron vuelta durante tres horas, el lapso llamado “órbita de aparcamiento”, destinado a que los astronautas calibraran instrumentos y siguieran las lecturas de navegación para comprobar, nada menos, si la trayectoria que llevaba Apolo XI era correcta. Lo era. Recién después de ese chequeo, el centro de control espacial de Houston dio la orden esperada de poner rumbo a la Luna.

En los dos días siguientes, Apolo XI cubrió las cinco sextas partes de su largo viaje: en ese punto entró en la atracción gravitatoria de la Luna. El Columbia, que avanzaba por el espacio insondable a tres mil setecientos kilómetros por hora, aceleró a los nueve mil, no por voluntad de los astronautas, sino por la fuerza de la gravedad lunar. Era una velocidad y una trayectoria denominadas “trayectoria de regreso libre” y le permitía a la nave pasar por detrás de la Luna y volver a Tierra sin que fuese necesario encender los motores, si por alguna razón había que abortar la misión. No fue necesario, pero en al año siguiente, esa trayectoria salvó la vida de los astronautas de Apolo XIII, aquellos de “Houston, we have a problem”.

Con el Columbia en órbita lunar, Armstrong y Aldrin pasaron del Columbia al LEM, el módulo lunar Eagle. Ya no había vuelta atrás. Cumplida la décimo tercera órbita lunar, Collins, al mando del Columbia, accionó el mecanismo de desconexión del Eagle y aplicó unos breves “disparos” de cohetes propulsores para alejar su nave de la de Armstrong y Aldrin. Al mismo tiempo, Eagle encendió quince segundos sus motores, al diez por ciento de potencia, y otros quince segundos al cuarenta por ciento. Así fue como Eagle abandonó la órbita lunar y empezó una lenta caída hacia la superficie de la Luna.

Fue entonces cuando todo pudo terminar en un desastre.

El ordenador del Eagle, que tenía una memoria de calculadora de bolsillo, usaba “programas” que cumplían diferentes funciones. En el momento del descenso, usaba el programa 63, un modo de vuelo automático que había garantizado la estabilidad del módulo lunar. Siete minutos después de iniciada la secuencia de descenso, y a unos seis kilómetros de la superficie lunar, Armstrong cambió de programa, como estaba previsto. El programa 64 hacía disminuir el empuje del motor del LEM a un cincuenta y siete por ciento y lo situaba en vertical a la Luna, en especial al Mar de la Tranquilidad, el sitio destinado al alunizaje. Fue entonces cuando en la cabina del Eagle sonó una alarma y apareció en la pantalla de la computadora un número código: 1202. O, como dijo Armstrong a Houston para que le develaran el misterio, “doce-cero-dos”. Quienes siguieron el vuelo minuto a minuto coincidieron después en que fue el único momento de toda la misión en el que la frialdad de Armstrong dejó paso a cierta urgencia. El código significaba que la computadora de Eagle estaba sobrecargada. No se iba a “colgar”, como las PC de hoy, porque también estaba programada para que, ante una sobrecarga de información, diera prioridad a las maniobras de aterrizaje, todavía no se hablaba de alunizaje.

Pero la fatiga de la computadora era nada comparado con lo que Houston había detectado: el Eagle descendía demasiado rápido. Podía estrellarse contra la superficie lunar, que nadie sabía cómo era, sólida, líquida, pantanosa, polvorienta, un enigma. En la Tierra, y en el Centro Espacial de Houston, el controlador de vuelo Steve Bales notó algo raro. Tenía veintisiete años y era uno de los muchos jóvenes controladores de Apolo XI. Bales alertó: “Veo en mi monitor que baja a veinte pies por segundo (veinte pies son seis metros). Eso es más rápido de lo que debería. Si la velocidad crece otros quince pies (cuatro metros) tengo que abortar la misión”. Era un riesgo enorme. Había otro menor si era posible calcularlo en esas dimensiones: la nave podía “pasarse” del área de alunizaje ya establecida.

En el Eagle, Armstrong y Aldrin también habían notado lo mismo. Sobre todo Armstrong, que había establecido un parangón de coincidencias entre el tiempo de descenso y la aparición de “puntos de referencia” de la superficie lunar, que le era visible ya desde las ventanas de la nave. Armstrong había preparado aquella lista de verificaciones basado en antiguas fotos de la superficie lunar tomadas hacía muchos años, oh los pioneros.

¿Podía haber más problemas? Sí. Y los hubo, salvados por la increíble sangre fría de Armstrong. Él y Aldrin notaron que Eagle se dirigía al área de aterrizaje, un enorme cráter de unos treinta metros de diámetro, con rocas gigantescas. En 2012, el astronauta recordaría: “No era para nada un buen lugar. Así que tomé el control manual de Eagle y lo volé como un helicóptero, en dirección oeste”. Si Eagle se estrellaba, el desastre hubiese sido descomunal. Eagle no sólo era el módulo de aterrizaje: llevaba encima el vehículo que serviría para el despegue de la Luna, para el regreso a casa. Era otro módulo, con sus propios tanques de combustible, convertido en la salvación y en la solución de aquel dilema inicial: podemos poner a un hombre en la Luna, pero, ¿cómo lo traemos de regreso?

Armstrong desconectó el programa 64 de la computadora de Eagle y colocó el programa 66, que controlaba el empuje del motor, pero dejaba en manos de los pilotos el movimiento de traslación lateral del módulo lunar y el tramo final del delicado descenso. La decisión trajo aparejado otro drama: Eagle empezó a consumir más combustible que el pensado. Todo se terminaba rápido: el tiempo previsto para el alunizaje y el combustible para llegar a la Luna.

Hoy, cincuenta y tres años después, un sencillo y casi elemental jueguito de computadora: consiste en llevar a tierra a una pequeña nave sólo con pequeños “disparos” de sus cohetes propulsores. Te estrellás la mayoría de las veces, pero eso era lo que hacía Armstrong, mientras Aldrin leía en voz alta a su comandante los datos de navegación, la Luna se acercaba y Bob Carlton, otro de los jóvenes controladores de vuelo, informaba desde Houston los segundos de combustible que le quedaban al Eagle. “Ciento veinte”, dijo a los astronautas, mientras Gene Kranz, director de vuelo murmuró en el centro espacial “Y todavía no estamos ni cerca de la superficie”. Carlton volvió a informar el tiempo que le restaba a Eagle de combustible: “Sesenta segundos”. Y, casi al mismo tiempo, Aldrin interrumpió la lectura de los datos de vuelo para asombrarse: “Estamos levantando un poco de polvo”.

El módulo lunar se posó sobre la Luna, vertical y despacio, como un helicóptero a U. Eran las 15:17 en Houston. La calma voz de Armstrong informó: “Houston, aquí Base Tranquilidad. El Eagle ha aterrizado”.

En esos momentos, o poco después según los recuerdos de Aldrin, se celebró la primera ceremonia religiosa en la Luna y en el espacio exterior. Aldrin era presbiteriano y había pedido autorización a su iglesia para consagrarse a sí mismo una comunión, si llegaban a alunizar. Había llevado un pequeñísimo kit religioso, una hostia y unos miligramos de vino, y comulgó con ellos luego de un breve rezo. Se entiende, los tipos estaban de alguna forma un poco más cerca de Dios.

Seis horas y media después del alunizaje y de que Houston supiera exactamente dónde estaban el Eagle y los dos astronautas, Armstrong pidió autorización para “preparar la siguiente actividad”, o EVA, que significaba Actividad Extra Vehicular, y que significaba: “Vamos a caminar sobre la Luna”. Houston descubrió que sus muchachos y sus naves estaban al sur del Mar de la Tranquilidad, a unos noventa kilómetros de dos cráteres casi gemelos llamados Ritter y Sabine. Una vez ubicados, los autorizaron a descender del LEM.

El primero fue el comandante de la misión Apolo XI. Armstrong bajó una escalera metálica de unos tres metros, muy cauteloso, muy lento metido en el enorme traje espacial. Antes de hacerlo encendió la cámara de televisión que iba a retransmitir al mundo los detalles de ese momento histórico. Describió a Houston lo que veía y a punto de pisar suelo lunar lanzó su frase célebre: “Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la Humanidad”. Armstrong siempre dijo que se le ocurrió en el momento y no hay por qué no creerle: era un tipo franco, abierto y de una sangre fría tal que era le era casi imposible dejarse arrastrar por la emoción. Casi.

A las dos cincuenta y seis UTC del 21 de julio Armstrong pisó la Luna con un pie, sin soltar la baranda de la escalerilla y, de inmediato, pegó un pequeño salto para apoyar de nuevo ambos pies en el metal. Pequeño paso, gran salto, sí, pero la Luna era una desconocida y, por las dudas, más valía estar amarrado al Eagle. Cuando comprobó que el terreno que tenía a sus pies era firme, polvoriento pero firme, y después de haberse convertido en el primer ser humano en pisar la Luna, Armstrong autorizó el descenso de Aldrin. Con todo, ninguno de los dos estaban del todo seguro: permanecieron enganchados a un cordón unido al LEM, hasta que descubrieron que no enfrentaban ningún peligro y se desengancharon. Ambos tenían un mandato a cumplir, les iba la vida en eso: no podían cerrar la puerta o escotilla del Eagle, sólo tenían entrecerrarla, porque no existía una manija exterior para abrirla.

Cuando los dos estuvieron firmes en la Luna, intercambiaron pocas palabras.

Armstrong: -Una vista magnífica.

Aldrin: -Magnífica desolación.

Tomaron fotos con una cámara Hasselblad, instalaron aparatos experimentales y de medición que formaban parte del equipo ALSEP (Apollo Lunar Surface Experiments Package), notaron la baja gravedad lunar, instalaron y descubrieron una placa que decía: “Here Men From The Planet Earth First Set Foot Upon the Moon, July 1969 A.D. We Came in Peace For All Mankind. – President of the United States of America – Richard Nixon – Aquí, hombres del planeta Tierra pisaron por primera vez la Luna, julio de 1969 D.C. En nombre de la humanidad, vinimos en son de paz. – Presidente de Estados Unidos de América – Richard Nixon”.

Más tarde Armstrong instaló una cámara de televisión sobre un trípode a veinte metros del ELM y Aldrin puso en marcha un detector de partículas nucleares emitidas por el Sol que quedarían registradas en una cinta metalizada que volvería a la Tierra al término de la misión. Por último, desplegaron una bandera de Estados Unidos que medía cien centímetros por cincuenta y dos. Clavaron el mástil con cierta dificultad en el suelo lunar y la desplegaron sostenida por un travesaño metálico horizontal, para que no cayera a plomo por la falta de atmósfera, y la arrugaron un poco, para darle aspecto de insignia flameante. Y así pasó a la historia, como una bandera flameante pero que nunca se mueve. La NASA nunca dijo donde fue comprada, pero las especulaciones señalan a una tienda Sears de Houston y a un costo de poco más de cinco dólares.

Luego, los astronautas hablaron por teléfono con el presidente Nixon. Otro símbolo de la época: teléfono de la Tierra a la Luna, y viceversa, sin interferencias, casi un milagro. Nixon, que hablaba desde el legendario Salón Oval de la Casa Blanca felicitó a los astronautas y les dijo que desde ese momento, el cielo pertenecía al mundo de los hombres. Embarcado como estaba en la tremenda guerra de Vietnam, habló de paz. “Lo que han hecho –dijo– nos enorgullece y rezamos para que vuelvan sanos y salvos a la Tierra”.

En el momento de responder, el comandante Armstrong perdió su célebre sangre fría. Contestó transido por la emoción, con frases entrecortadas por accesos de llanto: “Gracias señor Presidente es un gran honor y privilegio para nosotros estar aquí… representando… no solo a los Estados Unidos, sino… hombres de…paz de todas las naciones… hombres con interés y una curiosidad… y… hombres con una visión para el futuro. Es un gran honor para nosotros poder participar aquí hoy”. Armstrong era un piloto excepcional, no un gran orador. Tratándose de Nixon, era más que suficiente.

Entre las actividades que los dos astronautas desarrollaron en la Luna durante dos horas y media, estuvo la recolección de veintidós kilos de rocas lunares. Al entrar hoy en el Museo de la NASA, en Washington, hay que pasar por unos molinetes que tienen en la parte superior un pequeño triángulo plateado, como una mínima porción de pizza. Un cartel invita: “Estas son piedras que nuestros astronautas trajeron de la Luna. Tóquelas”. Y tocás la Luna. A lo mejor, alguna de esas piedras vino en el equipaje de Apolo XI.

Los dos astronautas dejaron también en suelo lunar un disco con los mensajes y saludos de varias naciones del mundo, por las dudas hubiese en alguna parte inteligencia suficiente para reproducirlo y entenderlo. En un gesto de hermandad en plena Guerra Fría, Armstrong y Aldrin dejaron en la Luna las medallas que les habían hecho llegar la familia del soviético Yuri Gagarin, el primer hombre en viajar al espacio exterior, que se había matado en un accidente aéreo un año y cuatro meses antes del vuelo exitoso de Apolo XI.

Lo mismo hicieron con las condecoraciones del soviético Vladímir Komarov, que había comandado en 1964 la misión Vosjod 1, el primer vuelo espacial con tripulación múltiple, y había muerto en abril de 1967 por un fallo en el paracaídas de su cápsula Soyuz. En aquel momento de gloria, los astronautas honraban a los caídos: Armstrong y Aldrin dejaron en la Luna las insignias de Apolo XI en homenaje a aquellos tres astronautas, Virgil Grissom, Edward White y Roger Chaffee, muertos en tierra durante un ensayo de Apolo I.

A la hora de volver a casa, Aldrin fue el primero en ingresar en el LEM, Cuando ambos estuvieron a bordo, notaron un intenso olor a pólvora y a algo más, muy poco agradable, que los invadió ni bien se quitaron los cascos. Era el polvo lunar que había quedado adherido a sus botas y que nada tiene que ver con la pólvora. El origen del olor es desconocido y los técnicos y científicos lo adjudicaron a una reacción activada cuando el polvo lunar entró en contacto con el aire húmedo de la cápsula. Los dos astronautas durmieron luego durante cuatro horas y veinte minutos. Los esperaba otra maniobra delicadísima: despegar, encontrar en el espacio al Columbia y acoplarse a la nave piloteada por Collins, que había aguardado, paciente, orbitando la Luna.

A las siete y treinta y cuatro de la tarde del 21 de julio, el módulo de ascenso del Eagle se elevó desde territorio lunar hacia su cita. Siete minutos más tarde, a cien kilómetros de altura y a quinientos del Columbia, entró en órbita. Ambas naves se acercaron con lentitud hasta que, tres horas más tarde, volaban en formación. Aldrin giró al Eagle para encarar los garfios de amarre del Columbia y las dos naves quedaron acopladas. Luego de que los astronautas traspasaran durante dos horas las muestras y pruebas recogidas en la Luna, Columbia se desprendió del valioso LEM, que caería más tarde a territorio lunar. A las seis treinta y cinco del 22 de julio, Columbia inició su regreso a casa, tal como había hecho Ulises después de Troya.

Las dificultades no habían terminado, pero eran nada comparado con las pasadas. Houston les informó que en la zona destinada al amerizaje de Apolo XI, probablemente hubiera temporales. Así que dirigieron al Columbia y a la misión Apolo XI a una zona con un tiempo más amistoso: a mil quinientos kilómetros al sudoeste de las islas Hawai donde los esperaba el portaaviones USS Hornet, que había peleado la Segunda Guerra y ahora hacía tareas más propias de los veteranos, como rescatar del mar a tres insolentes que manejaban un módulo lunar como un helicóptero.

A ocho kilómetros de altura del océano, los paracaídas de Apolo XI, los primeros, se abrieron para estabilizar el descenso. A tres kilómetros del agua los paracaídas iniciales fueron reemplazados por tres paracaídas piloto y tres principales, de veinticinco metros de diámetro cada uno. Apolo XI amerizó a las dieciocho cincuenta del 24 de julio, ocho días, tres horas, dieciocho minutos y treinta y cinco segundos después de que el cohete Saturno la hubiese impulsado a la gloria.

Si llegamos a la Luna sin nada, Apolo XI contribuyó a nuestro bienestar, a que tuviésemos algo más de aquella nada que teníamos. Mejoraron las transmisiones televisivas vía satélite, el mundo se hizo más cercano y más real; la computación inició su al principio lento camino a la masividad; la robótica dio sus primeros pasos firmes hacia el mundo todavía impensado de hoy, cuando un nanorobot puede circular por el interior del cuerpo humano y detectar enfermedades, o luchar contra células malignas; la empresa Black y Decker, que había proporcionado a Apolo XI un taladro inalámbrico para extraer muestras de roca de la Luna, lanzó diez años después la primera aspiradora comercial inalámbrica, todo un gran adelanto para el que hicieron falta nuevos desarrollos en la fabricación de motores y de baterías.

Si la precisión había sido esencial en el viaje de Apolo XI, la industria comercializó nuevos relojes, más exactos, de cuarzo, con cierta pizca de inteligencia. En todo caso, superiores a los simples relojes de pulsera con los que Aldrin y Armstrong habían piloteado el LEM de Apolo XI. La tecnología que desarrolló la NASA para purificar el agua que consumían sus astronautas, se emplea hoy para matar bacterias y algas en aguas y piletas. Los trajes espaciales, su absorción y dureza, hicieron nacer calzados más flexibles y durables: las zapatillas deportivas, por ejemplo. Las telas ignífugas de aquellos trajes se usan hoy en trajes de bomberos, en mantas y abrigos de uso común. Los circuitos en miniatura creados por la NASA se aplicaron luego a desfibriladores implantables en el cuerpo humano como los marcapasos o los holters. La vida diaria se hizo más amable, si eso es posible, después del viaje a la Luna. Aquel pequeño paso, había sido de verdad un gran salto para la Humanidad.

A los astronautas les esperaba otra vida después del viaje. Pero esa es otra historia. Armstrong murió el 25 de agosto de 2012 a veinte días de cumplir 82 años. Michael Collins murió el 28 de abril de 2021, a los 90 años. Edwin Aldrin tiene 92 años.

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