Carolina estaba en la puerta del colegio de sus hijos, en Mar del Plata, cuando recibió el llamado. Estaba en el auto sola, esperando a que salieran, y no terminó de comprender lo que le estaban diciendo por teléfono. El mismo día pero a 1.100 kilómetros de distancia, Carina recibió un llamado similar. Estaba en el supermercado, en Córdoba y también sola, pero en su caso dijo que estaba ocupada y cortó, por lo que ni siquiera llegó a escuchar la noticia que querían darle.
“Que tenés una hermandad del 100%”, les dijeron y les repitieron a las dos el 24 de agosto. Mientras las dos balbuceaban en el desconcierto, les tradujeron: “Que tenés una hermana: misma madre y mismo padre”. El desconcierto era lógico, porque nunca se habían buscado: las dos habían pasado sus vidas -45 años tiene una, 44 la otra- sin saber que la otra existía.
Fue el final feliz que todos los buscadores desean y pocos logran, y así se contó en los medios de todo el país, que hablaron de “milagro”, del “abrazo conmovedor” que se dieron, del “reencuentro”. Sin embargo, detrás del final feliz que hoy las tiene extasiadas hubo dos historias, dos películas distintas: una amorosa, otra de terror.
“Es que Caro vivió siempre en la verdad”, explica a Infobae Carina Rosavik, la cordobesa. Y se refiere a que Carolina Sangiorgi, su hermana, siempre supo que había sido adoptada y tuvo el apoyo de sus padres, que incluso la acompañaron en la búsqueda de sus orígenes biológicos.
“Mi historia es muy distinta -frena Carina-: yo viví en la mentira total”.
Dos canastas
Carina tenía apenas 3 años cuando sucedió pero la escena fue tan extraña que tiene sentido que haya quedado grabada así en su memoria. El escenario fue el local de venta de electrodomésticos de sus padres, en Córdoba.
“Me acuerdo que yo le había dicho a mi mamá que quería tener un hermanito, algo típico de esa edad. Bueno, un día llegó al local una mujer con dos canastas. En cada canasta había un bebé, un varón en una, una nena en la otra”, cuenta.
“Saludó, puso las dos canastas sobre el mostrador y le preguntó a mi mamá ‘¿cuál me habías encargado vos?’. ‘El varón’ le contestó ella. Y a partir de ese día yo tuve un hermano”.
Faltaban muchos años para que Carina se enterara de que lo que había presenciado había sido la compra de un recién nacido, que “esa mujer se los había entregado como si fuera un pedido, un paquete”. Pero la escena bastó para que esa niña comenzara a sospechar sobre su propio origen biológico.
Tenía 5 años cuando preguntó por primera vez por qué no había fotos de su mamá embarazada de ella y, hasta que murieron, sus padres sostuvieron la misma mentira: las fotos se habían perdido, quemado, no estaban, pero era hija de ellos. Había una verdad enterrada que incluso los había llevado a estar detenidos pero murieron los dos con las botas puestas.
A lo largo de los años que siguieron, los datos sospechosos se fueron apilando en el estante de la duda. ¿Por qué sus padres eran tan mayores? ¿Por qué Abuelas de Plaza de Mayo había ido a buscarla cuando tenía 15 años, con una orden judicial, y la sospecha de que era hija de desaparecidos? ¿Que el ADN hubiera dado negativo significaba que era cierto que sus “padres” eran sus “padres”?
A esas preguntas se sumó un dato concreto, que brotó en el momento más inoportuno: “Fue cuando murió mi primer hijo, que había nacido prematuro”, explica Carina, y respira hondo para poder seguir. Era agosto de 1999, ella tenía 23 años: “Me hicieron muchos análisis para ver qué había pasado, y ahí me di cuenta de que mis padres, o las personas que me criaron mejor dicho, me habían mentido hasta en mi grupo sanguíneo”.
Fueron tres cachetazos en un mes, uno atrás del otro: primero la muerte del bebé, y a los pocos días la muerte de su mamá “adoptiva”, que se llevó, literalmente, la verdad a la tumba. El tercero sucedió a fines de septiembre del 99, cuando le tocaron el timbre de su casa otra vez, dijeron que venían de parte de Abuelas de Plaza de Mayo y le preguntaron si dudaba de su identidad.
“Por supuesto que sí”, contestó Carina. Le hablaron de un expediente de adopción, que tenía datos, aunque pocos. Básicamente, estaba basado en la declaración de la partera, que decía que su mamá biológica había llegado moribunda a su casa, supuestamente una clínica clandestina, que había dejado una nota, parido y entregado a la beba.
“Mi papá tenía mucha plata en ese momento y se ve que pagaron para sacar y poner información de ese expediente a su gusto”, sostiene. Carina se dio cuenta de que entre esas hojas había un bache y empezó a hablar con la gente que quedaba viva de su familia, “porque eran tan viejos que ya estaban casi todos muertos”.
Así llegó a una íntima amiga de su papá, que había sido siempre muy cercana a ella, como una tía. La mujer primero juró que no sabía nada, y repitió una muletilla: lo importante era que la habían querido, que se quedara con eso. Pero después, acorralada por la culpa, vomitó todo lo que el expediente no decía.
Marche preso
“Me contó que me fueron a buscar a Buenos Aires en 1976, cuando nací, y me llevaron a Córdoba, por eso una tía siempre decía que yo era robada. En Córdoba me quisieron anotar como hija legítima, como si mi mamá me hubiera parido, pero en el Registro Civil sospecharon, primero porque había un error en los papeles, después porque se veían muy grandes para tener una bebé recién nacida”.
Fue por eso que las autoridades hicieron la denuncia. “Mi papá y mi mamá quedaron detenidos y a mí me llevaron a la Casa Cuna de Córdoba, adonde iban los niños huérfanos y donde pasé los primeros dos años de mi vida. Cuando los detuvieron, mi papá le hizo jurar a esta amiga que iba a cuidarme, así que ella fue a verme todos los días”.
Carina no sabe con exactitud cuánto tiempo estuvieron detenidos pero sí que “los liberaron rápido, porque mi papá era milico”. A pesar de todo, igual se crio con ellos. ¿Pero cómo? Si las autoridades se habían dado cuenta de que no era una adopción legal sino una apropiación, ¿cómo lograron sacarla de la Casa Cuna?
“En ese momento, en el hospital había monjas. Aparentemente, mi mamá se fue acercando a una monja, se hizo amiga hasta que un día le permitió llevarme. Yo recuerdo algo de eso, porque me llevó a visitarla durante mucho tiempo”.
Fue cuando Carina tenía 23 años, entonces, que desde Abuelas la invitaron a hacerse el ADN para ver si era hija de desaparecidos. Dio negativo, por lo que siguió otro vagón de años muertos, de no saber por dónde seguir. Lo único que a Carina se le ocurrió fue abrir un perfil de Facebook, contar lo que sabía de su historia, unirse a grupos de búsqueda caseros.
Carina no lo sabía pero para ese entonces, Carolina, su hermana, iba a veranear a Tanti, en Córdoba, al mismo lugar, la misma cascada, a la que iba ella.
En 2004 y como la técnica de recolección de ADN había mejorado, volvió a dejar su muestra, y no sólo de sangre, sino de lunares, de pelo, hasta la grabaron en video. Pero pasaron otros 10 años quietos, sin novedades. Hasta que ella volvió a moverse y emergió otra pieza que parecía hundida.
Carina volvió al juzgado en 2015 con su partida de nacimiento en la mano. Quería hacer un último intento antes de ponerle punto final a la búsqueda y seguir adelante con su vida.
“Y ahí me enteré de que había otra partida de nacimiento mía en Morón donde estoy anotada como Carina Martínez. El nombre es ficticio porque en el expediente dice que soy una bebé NN”, cuenta, y traduce.
“Lo que se cree es que cuando vos sos NN, o sea que naciste en la vía pública o fuiste abandonado en una iglesia, un hospital o fuiste víctima del tráfico de bebés inventan un apellido con la primera letra del lugar en el que te van a inscribir. Como era Morón, me pusieron Martínez”.
No había modo de unir los puntos en ese momento pero en el mismo lugar habían inscripto en 1978, menos de dos años después, a otra bebé NN: Carolina.
“Ahora sabemos que somos hijas de la misma madre y del mismo padre, pero no sabemos si nos abandonaron, primero a mí, un año y medio después a ella, o si nos robaron”, explica.
¿Podrían ser hijas de desaparecidos aunque los ADN hayan dado negativo? Sí, porque en el Banco Nacional de Datos Genéticos no hay datos de todos los desaparecidos que podrían haber sido sus padres.
La otra película
Carolina Sangiorgi, en cambio, no vivió la “película de terror” sino la amorosa. Siempre supo su historia, o al menos los fragmentos que se conocían: que había llegado a la Casa Cuna cuando tenía 10 días, que la habían adoptado a los dos meses, que había vivido una linda vida.
“Hasta que un día -cuenta a Infobae ella, desde Mar del Plata- le dije a mi mamá que quería ir a Abuelas de Plaza de Mayo. Yo había nacido en el 78 y había sido anotada como NN, por lo que no había datos de mi mamá biológica en mi expediente. Pensaba que por ahí podía tener una abuela, un tío”.
Carolina fue a dejar su muestra de ADN en el 2007, la acompañó su mamá adoptiva. ¿El resultado? Negativo. A diferencia de Carina, ella sí estaba en paz con su vida y su historia así que se dijo a sí misma: “Si tiene que ser, algún día será”.
Y fue: 15 años después, pero fue.
¿Por qué ahora, si hacía tantos años que habían dejado sus muestras de ADN? Es que el Banco Nacional de Datos Genéticos fue creado originalmente para buscar a hijos de desaparecidos durante la última dictadura. Su traslado a un edificio propio, en 2015, hizo que creciera en varios aspectos, por ejemplo, en tecnología. Eso permitió seguir revisando permanentemente su base de datos y detectar, por ejemplo, hermandades.
Este año, de hecho, detectaron seis hermandades, uno de los parentescos más difíciles de hallar (quienes ya dejaron su ADN no deben volver a hacerlo ni hacer un pedido especial). Son, en su mayoría, bebés que fueron apropiados durante la última dictadura pero fuera del plan sistemático de robos de niños. Por ejemplo, nacidos en casas de parteras y comprados.
El 24 de agosto, entonces, Carolina y Carina gritaron cuando comprendieron lo que les estaban diciendo por teléfono, lloraron y se vieron ese mismo día, por videollamada. Frente a frente, como quien se mira al espejo por primera vez, se observaron sin saber qué decir, por dónde empezar, un poco en silencio, y otro poco desbordadas.
Desde entonces están juntas en Mar del Plata, la misma sonrisa, escuchando a todo el mundo repetirles lo mismo: “Parecen hermanas de toda la vida”.