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El 30 de junio de 1934, conocido como la “Noche de los Cuchillos Largos”, el Führer Adolf Hitler ordenó ejecutar a varios de

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“En esa hora yo era responsable de la suerte de la nación alemana, así que me convertí en el juez supremo del pueblo alemán. Di la orden de disparar a los cabecillas de esta traición y además di orden de cauterizar la carne cruda de las úlceras de los pozos envenenados de nuestra vida doméstica para permitir a la nación conocer que su existencia, la cual depende de su orden interno y su seguridad, no puede ser amenazada con impunidad por nadie. Y hacer saber que, en el tiempo venidero, si alguien levanta su mano para golpear al Estado, la muerte será su premio”.

Por Infobae

La voz de Adolf Hitler, canciller del Reich, surgió dura y enérgica de los aparatos de radio en los hogares alemanes, la noche del 13 de julio de 1934. Su discurso era un mensaje al Ejército, pero Joseph Goebbels había decidido retransmitirlo a todo el país.

Trece días después de los hechos –que ocurrieron a ritmo vertiginosa entre la noche del 30 de junio y el 1° de julio– el líder nazi había decidido justificar la ejecución de por lo menos 85 hombres, casi todos ligados a su partido, y la detención de otros cientos con la excusa de un “golpe de estado”.

Entre los muertos se contaban no pocos líderes, entre ellos el poderoso jefe de las SA, las tropas de asalto del partido nazi, Ernst Röhm, dos de sus lugartenientes más reconocidos, dos prestigiosos generales del ejército y decenas de “camisas pardas” (el uniforme de las SA) que, según el mensaje, habían intentado desplazarlo.

No era cierto, pero a casi nadie –a excepción de las víctimas– le importaba. Lo ocurrido “la noche de los cuchillos largos”, como quedaría escrita en la historia, había sido una purga feroz para limpiar los propios intestinos del poder y catapultar a Hitler a un liderazgo definitivo que ya nadie se atrevería siquiera a cuestionar.

Röhm, un socio inquietante

Nombrado canciller a fines de enero de 1933, para mediados de 1934 Hitler estaba lejos de acumular el poder que lo llevaría a ser el líder absoluto de Alemania en los siguientes diez años. Ya había logrado prohibir a todos los partidos políticos rivales y llevado al país a un régimen unipartidista controlado por los nazis, pero le faltaba controlar el ejército, que respondía al presidente Paul von Hindenburg, un prestigioso mariscal de campo cuya salud estaba para entonces debilitada.

En ese contexto, Ernst Röhm propuso fusionar –un eufemismo de subordinar– al Ejército con las SA, que funcionaban ya no solo como grupo de choque del partido nazi –aunque mantenía cierta autonomía– sino que tenía la envergadura de una fuerza paramilitar.

Röhm no solo era uno de los iniciadores del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (nazi) y había participado en el Putsch de Múnich, el fallido intento de Hitler de alcanzar el poder por la fuerza en 1923 sino que era también amigo del führer, al punto de ser el único en su entorno que se atrevía a tutearlo.

También era uno de los pocos que cuestionaba sus políticas, a las que llegó a calificar de tibias. Su propuesta de subordinar a las Fuerzas Armadas a las SA, bajo su mando, le daría un poder enorme. Röhm lo sabía e incluso lo ponía en palabras, discretamente, con sus allegados: “Si él (refiriéndose a Hitler) cree que puede estrujarme para sus propios fines eternamente y algún día echarme a la basura, se equivoca. Las SA pueden ser también un instrumento para controlar al propio Hitler”, llegó a decir.

Unido por años de lucha a Röhm, Hitler se negaba a desplazarlo e incluso le “toleraba” su homosexualidad confesa, algo que a cualquier otro le hubiese costado la expulsión de partido. Pero otros líderes nazis, como Hermann Göring o Heinrich Himmler, comenzaron a conspirar contra él. Göring lo odiaba desde que se habían conocido, Himmler era en teoría su subordinado y veía en su desplazamiento una oportunidad para acrecentar su poder.

Las críticas de Mussolini

Otro que veía con malos ojos a Röhm y el poder que acumulaban las SA era el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, el barón Konstantin von Neurath, por entonces encargado de organizar una reunión cumbre entre Hitler y Benito Mussolini.

Días antes de la cumbre, le ordenó al embajador alemán en Italia, Ulrich von Hassel, que le pidiera a Mussolini que, durante la reunión, se manifestara en contra de las SA. Cuando se encontraron a fines de junio de 1934, Hitler le escuchó decir a su aliado italiano que las fuerzas lideradas por Röhm “estaban ennegreciendo el buen nombre de Alemania”.

Es posible que por separado ni las críticas de Il Duce ni las de Göring y Himmler hubieran decidido a Hitler a tomar medidas contra el poderoso jefe de las “camisas pardas”, pero la confluencia de los dos flancos de ataque dio el resultado esperado.

La culminación de la maniobra fue un discurso del vicecanciller Franz von Papen en la Universidad de Marburg, donde advirtió sobre la amenaza de una “segunda revolución”. Esto llevó a que Hitler se reuniese con el presidente Hindenburg, quien le exigió que tomase represalias contra Röhm, advirtiéndole que, de no hacerlo, declararía la ley marcial y entregaría el poder a las Fuerzas Armadas.

El presidente era el único hombre en Alemania con poder legal para deponer a Hitler. Para fines de junio, muy presionado, el líder tomó una decisión. Si antes había tenido dudas, ahora sería brutal.

“Operación Colibrí”

Luego de su encuentro con Hindenburg, Hitler citó a Röhm a una reunión entre el alto mando del ejército, los jefes de las SA y los de las SS, en la que el líder de los “camisas pardas” se vio obligado a firmar un documento en el que reconocía y acataba el poder sobre las SA de las fuerzas armadas alemanas. Durante la reunión, Hitler hizo saber a los convocados que las SA se iban a convertir en una fuerza auxiliar del ejército y no al contrario. Al término de la convocatoria, Röhm aseguró que no acataría esa resolución y que seguiría impulsando el proyecto de un ejército dirigido por las SA.

El primer paso fue buscarle “trapos sucios” a Röhm y así justificar su suerte. La maniobra, orquestada por el propio Hitler, se llamó “Operación Colibrí”, y comenzó con una orden directa a Reinhard Heydrich, jefe de la SD, el servicio de inteligencias de las SS, para que recopilara toda la información que pudiese sobre el jefe de las SA y su entorno.

Heydrich hizo falsificar un expediente en donde se sugería que Röhm había recibido 12 millones de marcos para derrocar a Hitler y se las hizo enviar a los más importantes jefes de las SS.

Su suerte estaba echada.

La noche de los cuchillos largos

A las 4.30 de la madrugada del 30 de junio de 1934, Hitler y sus colaboradores más estrechos volaron a Múnich, donde la noche anterior las SA habían provocado serios disturbios. Desde el aeropuerto fueron directamente a la sede del Ministerio del Interior de Baviera, donde se reunieron con los líderes de las SA. Enfurecido, Hitler arrancó las insignias de la camisa del jefe de la policía de Múnich, por haber fallado en su misión de mantener el orden en la ciudad. Mientras los “camisas pardas” eran conducidos a la cárcel, Hitler reunió a numerosos miembros de las SS y de la policía y fue al Hotel Hanselbauer, donde Röhm y sus seguidores lo esperaban.

Una vez en el hotel, el propio Hitler arrestó al jefe de las SA, que estaba custodiado por dos hombres con las pistolas desenfundadas y sin seguro. Röhm no se resistió. En la revisión de las habitaciones del establecimiento, las SS encontraron al jefe de las SA de Breslavia, Edmund Heines, en la cama con un soldado de las SA de 18 años. Los asesinaron allí mismo. Mientras tanto, las SS arrestaban a un gran número de jefes de las SA cuando bajaban del tren que habían tomado para acudir a la reunión con Röhm.

De regreso a Berlín, Goebbels puso en marcha la última fase del plan. Llamó por teléfono a Göring y le dijo la palabra clave, “Colibri”, para ordenar la salida de los escuadrones de ejecución en busca de sus víctimas. El comandante de las SA en Berlín, Karl Ernst, fue ejecutado por participar en la supuesta conspiración, aunque en ese momento se encontraba pasando la luna de miel.

La ejecución de Röhm

El líder de los “camisas pardas” fue trasladado desde el hotel a la prisión de Stadelheim, en Múnich. Hitler dudaba si matarlo o no, en honor a la amistad de los viejos tiempos. Fue nuevamente su entorno quien lo impulsó a tomar una decisión. Le dijeron que, aun preso, Röhm conservaría su prestigio y su influencia, que mientras estuviera vivo sería un peligro. Por otra parte, si se lo enjuiciaba, la investigación llevaría a sacar a la luz las maniobras –entre ellas la falsa denuncia pergeñada por Heydrich– que habían desencadenado la purga de la “Operación Colibrí”.

Finalmente, el 1° de julio, luego de muchas vacilaciones, Hitler ordenó a Theodor Eicke, comandante del campo de concentración de Dachau, que le ofreciera a Röhm la posibilidad de suicidarse y que, si se negaba, lo matara.

Esa misma tarde, Eicke y el oficial de las SS Michael Lippert visitaron a Röhm en su celda y le dieron una pistola cargada son una sola bala. Le dijeron que tenía diez minutos para suicidarse o que ellos lo matarían.

“Si quiere matarme, que venga Hitler en persona”, les contestó.

Diez minutos más tarde volvieron a la celda y encontraron a Rohm parado en medio del recinto con el pecho descubierto, en actitud desafiante. Lippert le disparó a quemarropa.

Un reguero de muertes

La expresión “Noche de los cuchillos largos”-como pasó a la historia- es anterior a la masacre del 30 de junio y 1° de julio de 1934 y se refiere en general a cualquier acto de venganza. Su origen podría estar en la matanza de los hombres de Vortigern por los mercenarios anglos, sajones y jutos del mito del rey Arturo, que también fue llamada así.

Durante la “Operación Colibrí”, su verdadero nombre en código, murieron por lo menos 85 personas, aunque hay fuentes que calculan el número total de fallecidos en centenares, mientras que más de mil personas fueron arrestadas. La mayor parte de los asesinatos los llevaron a cabo las SS, el cuerpo de élite nazi, y la Gestapo o policía secreta.

La purga –justificada por el líder nazi como respuesta a un intento de golpe de Estado que nunca existió- consolidó el apoyo del Ejército a Hitler, y también sometió a la justicia, ya que las cortes alemanas ignoraron cientos de años de prohibición de las ejecuciones extrajudiciales para demostrar su adhesión inquebrantable al Reich.

Ya nada detendría a Adolf Hitler en su ascenso hacia el poder absoluto.

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