Peter Sutcliffe llevaba años cavando tumbas en el cementerio de Bingley, un pueblito rural a 250 kilómetros al norte de Londres, cuando escuchó por primera vez “la voz de Dios”. En ese momento no la llamó así, pero fue el principio. Dejó caer la pala en el pozo que estaba preparando para recibir un ataúd y prestó atención. La voz estaba ahí y le hablaba suavemente, lo llamaba desde algún lugar.
Trató de precisar de dónde venía, porque estaba seguro de que le hablaba a él. Siguiendo el sonido llegó hasta una tumba descuidada, cubierta de yuyos, donde descansaban los restos de un polaco vecino del pueblo que había muerto muchos años antes. En la lápida había grabada una cruz. Sutcliffe se quedó parado frente a la tumba, escuchando, y no tuvo dudas: la voz surgía de las entrañas de la Tierra, precisamente desde esa tumba.
Ese día Sutcliffe, un hombre de 29 años que dividía las horas de su día entre su trabajo de sepulturero y la práctica obsesiva del fisiculturismo en el gimnasio del pueblo, no entendió qué le decía la voz, que era casi un murmullo. Sólo supo que le hablaba a él.
A la noche, en el pub –donde todos los días bebía una pinta de cerveza, y no más, después de la jornada laboral– Peter les contó a unos amigos su experiencia con la voz y uno de ellos le sugirió que podía ser “la voz de Dios”.
Sutcliffe no había pensado en esa posibilidad, pero apenas escuchó el comentario estuvo seguro de que era así: esa tarde, en el cementerio, Dios le había hablado, aunque no pudo entender qué le decía.
Las semanas que siguieron, la voz siguió hablándole de a ratos, siempre en el cementerio. Peter empezó a entender qué le decía. Eran cosas buenas: le decía que era un buen hombre, que por eso le hablaba, que lo había elegido.
Después la voz comenzó a acompañarlo a todas partes, le hablaba en los momentos más inesperados, hasta que una tarde, de nuevo en el cementerio, le dijo que lo había elegido para cumplir una misión a la que no podía negarse: debía limpiar el mundo de prostitutas y tenía que hacerlo de manera terrorífica, ejemplificadora, para que las mujeres temieran caer en la tentación de cometer ese pecado.
Corría octubre de 1975 cuando Peter Sutcliffe, el destripador de Yorkshire, empezó a matar. En los seis años siguientes asesinó a trece mujeres e hirió gravemente a otras siete. En muchos casos les mutiló los genitales, les abrió el abdomen y les extrajo los órganos. Esos fueron los casos comprobados, porque se sospecha que hubo muchos más, incluso dos fuera de Inglaterra.
Todo por la misión de Dios
Poco después de escuchar “la voz de Dios”, Peter Sutcliffe sufrió un cambio brisco de personalidad que sorprendió gratamente a sus padres y también a su esposa Sonia, con quien se había casado en 1974. Por primera vez en su vida tomó una iniciativa productiva y se propuso sacar el carnet profesional de conductor con la idea de trabajar como camionero.
Hasta entonces, salvo la obsesión por cultivar su físico en el gimnasio, el bueno de Peter había demostrado ser un bueno para nada. Nunca había durado mucho en un trabajo: siempre lo echaban por su desinterés y sus ausencias reiteradas y sin justificación. Primero de un molino harinero, después de un taller mecánico, más tarde de una fábrica donde lo tomaron como obrero no calificado.
El único empleo que le había durado era el de sepulturero y eso porque, mientras la tumba estuviera cavada en la tierra, nadie controlaba qué hacía Peter el resto del tiempo.
Lo que su familia no imaginó fue que esa sorprendente iniciativa no tenía que ver con sentar cabeza y mejorar su nivel de vida, sino que era un instrumento para cumplir con la misión que le había encomendado “la voz de Dios”.
Como camionero, se podría mover con libertad para matar a las demoníacas prostitutas que poblaban las calles y las rutas de la región. Y Peter no sólo obtuvo el carnet, también consiguió el trabajo.
El raid criminal
El 30 de octubre cometió su primer crimen. Levantó con su camión a Wilma McCann, de 28 años, y la mató en los alrededores del barrio de Chapeltown en Leeds. Cuando los forenses revisaron el cadáver comprobaron que le habían amputado burdamente los genitales y que le habían abierto el abdomen con un instrumento tosco para sacarle los órganos, que quedaron esparcidos cerca del cuerpo.
Esperó casi tres meses para perpetrar el segundo asesinato. El 20 de enero de 1976 requirió los servicios de Emily Jackson, de 43 años, a la que mató igual que a Wilma y cuyo cadáver destripado fue encontrado también en las cercanías de Chapeltown.
A partir de entonces cometería por lo menos once asesinatos más y siete mujeres salvarían milagrosamente su vida. El modus operando de Sutcliffe era casi siempre el mismo.
Merodeaba las zonas rojas con su vehículo, requería los servicios de una mujer, las subía al camión y las golpeaba en la cabeza, casi siempre con un martillo, para desmayarlas. Luego las bajaba en una zona desolada, la pateaba dejando las marcas de sus botas sobre el cuerpo, la remataba partiéndoles el cráneo con el martillo y las mutilaba y destripaba.
Por esa razón se lo empezó a llamar “El Destripador de Yorkshire”, evocando al nunca capturado “Jack el Destripador”, que asoló las zonas rojas de Londres en el Siglo XIX.
Sin embargo, los modus operandi de uno y otro eran diferentes. Mientras Jack utilizaba preferentemente bisturíes para destripar a sus víctimas y demostraba tener conocimientos profundos de la anatomía humana, el de Yorkshire usaba instrumentos al alcance de cualquiera, como sierras metálicas, destornilladores o cuchillos de cocina, y sus “intervenciones quirúrgicas” eran toscas.
Su arma letal preferida eran los destornilladores, cuyas puntas aguzaba para blandirlas a manera de puñales. Su encarnizamiento era tan tremendo que en una autopsia los forenses llegaron a contar cincuenta y dos puñaladas infligidas sobre el cadáver.
Negligencia policial
Peter Sutcliffe desarrolló su raid criminal durante poco más de cinco años sin que la policía pudiera detenerlo. Durante ese tiempo, los investigadores realizaron más de 130.000 entrevistas, visitaron más de 23.000 hogares y verificaron 150.000 vehículos sin obtener ningún resultado.
Muchos años después, algunos de esos detectives reconocerían que, por los prejuicios de la época, los asesinatos de prostitutas no eran tomados con total seriedad y que no habían puesto todo el esmero que requería la investigación.
De hecho, Sutcliffe estuvo en la mira de la policía, pero zafó con facilidad. Había evidencias de que su vehículo circulaba asiduamente por las zonas rojas de Yorkshire, pero cuando lo interrogaron les contestó que eran parte de sus recorridos laborales, lo que nadie se ocupó de comprobar.
El exdetective Bob Bridgestock, que estuvo en la investigación de los casos reconoció décadas más tarde, en una entrevista que le hicieron cuando murió Sutcliffe: “La policía no era capaz, pero (en ese entonces) la capacidad de la policía era limitada y las revisiones del caso han demostrado cuán limitada era”, dijo.
Y recordó que, una vez, cuando los agentes entrevistaron a Sutcliffe como presunto sospechoso, le mostraron una foto de la huella de la bota del destripador hallada cerca de un cuerpo… y no se dieron cuenta de que ese día, Sutcliffe llevaba exactamente el mismo calzado.
Captura casual y confesión
El 2 de enero de 1981, dos policías lo capturaron por casualidad al ver un camión detenido en la entrada de un camino privado, cerca de una zona roja. En el interior del vehículo, el sargento Bob Ring y el agente Robert Hides encontraron a Sutcliffe con una mujer sentada en el asiento del acompañante.
La situación no era extraña en la zona y la estaban por dejar pasar diciéndole a Sutcliffe que buscara un lugar que no obstruyera el camino privado cuando uno de los agentes vio que las patentes del camión estaban mal colocadas, tapando a otras. Lo que ninguno vio es que, mientras revisaban la parte delantera del vehículo, el conductor arrojó un martillo y un destornillador por la ventanilla hacia una pila de hojas secas.
Lo de las patentes hizo que lo llevaran a la comisaría, como sospechoso del robo de un camión. Al entrar Ring y Hides se quedaron boquiabiertos al ver cuánto se parecía Sutcliffe al retrato robot del “Destripador de Yorkshire” elaborado a partir del testimonio de algunas sobrevivientes a sus ataques.
Se olvidaron del presunto robo del camión y lo interrogaron sobre los crímenes. Primero negó todo hasta que, sorprendentemente, Sutcliffe empezó a reconocerlos sin reparos y les habló de su misión, la que le había encomendado “la voz de Dios”.
Con la confesión frente a sus ojos, los abogados de Sutcliffe intentaron que se lo declarara inimputable por “demencia”, pero el tribunal desestimó el argumento y lo condenó a cadena perpetua en mayo de 1981.
Lo destinaron a la prisión de Parkhurst, donde estuvo encarcelado durante un año y cuatro meses, hasta que los psiquiatras penitenciarios dictaminaron que se lo trasladara a un hospital para enfermos mentales.
Durante ese tiempo en la cárcel, Sutcliffe la pasó realmente mal. Por la naturaleza de sus crímenes, se transformó en el blanco preferido de las agresiones de los otros reclusos.
Fue entonces derivado al asilo de Broadmoor, cercano a Londres, donde siguió recluido.
El Tribunal Supremo británico rechazó su apelación de solicitud de libertad en el año 2010, y confirmó la cadena perpetua impuesta, pero decidió que siguiera cumpliéndola en el asilo donde estaba destinado.
Allí murió por coronavirus en noviembre de 2020.
Al conocer la noticia, Marcella Claxton, una de las víctimas que sobrevivieron al “Destripador” dijo que todavía sufría los efectos de su ataque 44 años después. “Tengo que vivir con mis heridas, 54 puntos en la cabeza, la espalda… además perdí un bebé, tenía cuatro meses de embarazo. Todavía tengo dolores de cabeza, mareos y desmayos. No puedo perdonarlo”, le contestó a un periodista que la consultó.
¿También en Suecia?
La muerte de Sutcliffe también cerró la posibilidad de que confesara otros crímenes de cuya autoría era sospechoso por las similitudes en el modus operandi. No sólo en Gran Bretaña sino también en Suecia.
En 2016, un correo electrónico enviado por un detective que había participado de la investigación de los asesinatos del “Destripador de Yorkshire” sorprendió al jefe de la policía de la región sur de Suecia, Bo Lundqvist.
El mensaje decía que probablemente Sutcliffe había viajado a Suecia, un país donde en los ‘70 y ‘80 la prostitución era legal –aunque todavía no existían las zonas protegidas que se crearon después-, en cumplimiento de su “misión”.
El detective inglés quería saber sobre la posibilidad que Sutcliffe hubiese viajado en camión, a bordo de un ferry, a Suecia en fechas que coincidían con los asesinatos de Gertie Jensen y Teresa Thorling, particularmente esta última.
Lundqvist, ya veterano policía, recordó esos dos casos sin resolver en 1980, cuando recién había ingresado a la fuerza.
En uno de ellos, el cuerpo desnudo de Gertie Jensen -una joven de 31 años que se prostituía ocasionalmente para financiar su adicción a las drogas- fue encontrado en un lote en Gotemburgo, Suecia, con señales de extrema violencia sexual.
Dos semanas después, en un callejón abandonado de la ciudad de Malmo, apareció el cadáver de Teresa Thorling, una rubia de 26 años con un perfil similar al de Gertie y muerta en circunstancias parecidas.
De este último caso, la policía sueca guardó un pelo del agresor encontrado en el cuerpo de la víctima, lo que podría identificar mediante pruebas de ADN al asesino, pero se encontró con una dificultad. Para la ley sueca, los crímenes estaban prescriptos y, por lo tanto, no podían seguir investigándose.
Sin embargo, Lundqvist no se resignó y emprendió una larga batalla. Para eludir el estatuto de prescripción, el policía sueco pidió ayuda a psiquiatras criminólogos para lograr convencer a las autoridades que hagan exámenes forenses a la evidencia recolectada de los asesinatos de los años 80. Lo haría en interés de la Criminología.
Ese es el argumento que Lundqvist usó para solicitar un examen de ADN el pelo encontrado en el cuerpo de Teresa. Finalmente, la evidencia fue enviada en diciembre 2017 al Laboratorio Forense Nacional de Suecia, en Linkoping.
Los resultados todavía no han podido ser comparados con el ADN del cuerpo de Sutcliffe, que descansa en una tumba inglesa.
Cuando se lo haga, se sabrá con certeza si “El Destripador de Yorkshire” también cumplió con “la misión que le encomendó la voz de Dios” en territorio sueco.