Esa mañana de 1936, cuando entró en el dormitorio de Adolf Hitler, el médico Theodor Gilbert Morell llegó a la cumbre: lo admiraba desde 1933, seguía cada palabra y cada gesto –hasta los más ampulosos y payasescos–, y de pronto fue llamado por una urgencia.
Tirado en la cama, gritando de estómago, flatulento, y con una piel que más tiraba a gris que a blanca, el Hitler que el médico idolatraba hasta el delirio era la contracara de ese antepasado de los poderosos y refulgentes dioses germánicos de la remota antigüedad. Una triste caricatura de ese hombre amenazante, capaz de derramar diez discursos en una noche.
Acaso un joven médico recién diplomado habría resuelto la dolencia con unas gotas o pastillas adecuadas, y fin de la historia. Pero Morell entrevió su gran oportunidad política.
Tenía buenos cimientos: estudios de medicina en Munich, Grenoble, París, y fue oficial médico en la Primera Guerra Mundial. Y no menos astucia para ascender socialmente: en 1919 se casó con Johanna Moller, actriz, cantante de ópera y rica. El Grand Prix para el hijo de un maestro de escuela primaria en una mínima aldea: Trais-Munzenberg. Un puntito casi invisible en el mapa de Alemania.
Logró, claro, a entrar en los grandes círculos, sus fiestas y sus tertulias, pero siempre fue despreciado. No por su origen sino por su mugre. Ni sus impecables trajes y sus camisas y corbatas de seda pudieron quitarle el baldón de sus apodos: “El grasoso, el hediondo, el maloliente”, ni evitar que las enjoyadas damas, al verlo, pusieran la mayor distancia posible.
Sin embargo, la unión entre Hitler y Morell, desde esa mañana, fue indestructible. El führer le habló largamente de sus dolencias, el médico le aplicó una inyección, y la rápida mejoría fue su gran aliada: Hitler, en una de las decisiones irracionales –las mismas que lo llevaron al derrumbe– lo ungió como su médico personal, a pesar de que más de un general le dijo “es un charlatán”.
Cada mañana, Morell le inyectaba una supuesta combinación de vitaminas, minerales, enzimas, testosterona, semen de toro para las noches que pasaría con Eva Braun, proteínas, lípidos… Pero camuflada dentro de esa pócima mágica, el verdadero milagro: cocaína.
Morell llevaba un diario donde, puntillosamente, anotaba cada día las drogas y sustancias que le inyectaba al führer. En 1945, el criminal nazi tomaba 28 píldoras y recibía varias inyecciones diarias de las “mezclas” que hacía su médico personal con vitaminas, testosterona, cafeína, belladona, anfetaminas y cocaína. Ya en los últimos tiempos el criminal nazi pasaba de la depresión a la euforia. Muchos aseguraron que esos estados podrían tener origen en los productos que le proporcionaba su médico: el “Vitamultin”, a base de metanfetamina y cafeína, y el “Glyconorm”, hecho con hígado, músculo del corazón, placenta y testículos de toro.
Desde luego, el amo de medio mundo (su guerra relámpago: tropa, tanques y aviones, barrió a los países más indefensos y llegó al corazón de París en pocas semanas), decidió que el “Factor Morell” debían recibirlo todos sus guerreros, y todo el pueblo alemán. Utopía envasada en unas pastillas, el Pervitin -una metanfetamina que los nazis suministraban a los soldados- que inundaron las farmacias e hicieron ganar una gran fortuna.
Pero esa locomotora que avanzaba sin escollos empezó a perder potencia bélica y política.
Más allá de la obediencia ciega y del consabido “Heil Hitler” con el brazo en alto, como apuntando a los cielos, un grupo de generales y coroneles del alto mando empezaron a cuestionar los planes (y los errores) hasta la extrema solución: matarlo.
Lo intentaron cinco veces, pero la suerte estuvo del mal lado: ileso o casi ileso en esos intentos. Además, los más expertos señores de la guerra sospecharon que los trágicos errores del führer se debían, en gran medida, a esas misteriosas inyecciones cuya fórmula inventó Morell. Por caso, abandonar la batalla de Inglaterra cuando todavía tenía algunas chances a favor, desviar tropas para apoyar a otras en peligro –lógica elemental de los manuales: seguir adelante–, la locura de combatir en los dos frentes, occidental y oriental, despreciando el poder de Rusia, y el peor de todos, el más ridículo, y por fortuna para los aliados, ordenar –pedido de Morell– que no se lo despertara bajo ninguna circunstancia.
La Inteligencia nazi creyó que el Día D -la mayor operación de la era moderna por aire, mar y tierra- sucedería desde Calois, el punto más estrecho entre Inglaterra y Francia, y allí concentraron su mayor poderío, cuando el desembarco (hábil treta) se desplegó en Normandía.
Era vital mover todo el aparato defensivo, pero –como en todo y como siempre–, consultar a Hitler. Y pobre del que desobedeciera. El teléfono del amo sonó cien o mil veces, pero la respuesta fue inamovible:
–El führer duerme, y hay orden de no despertarlo.
Con sorna, uno de los generales dijo:
–Los libros de historia dirán que perdimos la guerra porque su máximo jefe dormía la siesta. Más que un drama, será una grotesca comedia.
Pero aún con los ojos abiertos, el delirio lo habría cegado: mientras Berlín estaba despedazada y rodeada, él seguía soñando con la victoria, drogado por las últimas inyecciones que le aplicó Morell, y con un Parkinson evidente más allá de sus esfuerzos por ocultar su mano izquierda.
Pero su médico personal, millonario gracias al Pervitin y la cadena de farmacias que trazó desde su lugar de privilegio, ganó su guerra. Acompañó a su mejor paciente hasta el bunker, pero cuando el fragor del final crecía, el Canciller Aguja o el Ministro Inyector (como lo llamaban en el alto mando) le pidió permiso a Hitler para huir. Lo consiguió, y el 22 de abril de 1945 trepó a uno de los últimos aviones.
Detenido por una patrulla norteamericana, pasó varios meses en un campo de prisioneros, quedó en libertad, y nunca fue acusado de crimen alguno. Murió a los 61 años, obeso y adicto a la morfina, de apoplejía.
(Una versión de este texto de Alfredo Serra se publicó en Infobae en 2020)