La suya fue una vida de película. Una infancia y juventud acomodadas en tierras frías y prolijas. Un casamiento sin amor, la residencia en África, caliente y caótica. La compra de una plantación de café. Un divorcio previsible. Antes de irse, el marido la contagió de sífilis. La responsabilidad de llevar adelante la plantación sola. Un gran amor, apasionado, breve y trágico. El duelo. La quiebra y el regreso derrotada a Dinamarca. Cuando todo parecía desvanecerse empezó una segunda vida, la que le dio la inmortalidad. Escribió, publicó libros, paseó su figura hierática por el mundo. Fue conocida por uno de sus varios seudónimos: Isak Dinesen. Estuvo a punto de ganar el Nobel de literatura. Pero ganó el Oscar: su vida, al final, se convirtió en una película.
Karen Christenzen von-Blixen Finecke nació en 1885 en Rungstedlund, Dinamarca. A ella no le gustaba el lugar que la mujer tenía en la sociedad, ser un mero factor reproductor y decorativo. Una de sus tías, una mujer que se salía de la norma y quién fue su confidente durante décadas, le dije que ella podía construir su destino, decidir su futuro, pero que a las mujeres de su tierra y de su tiempo sólo le quedaban dos opciones: “La familia o los leones”. Y ella recordó la frase toda su vida.
Antes de llegar a los treinta años, se casó en Mombasa con unos de sus primos segundos, el Barón Bror von Blixen-Finecke, a pesar de que ella estaba enamorada del hermano de este. En 1914 la pareja se instaló en la entonces África Oriental Británica, actual territorio de Kenia. Compraron una plantación de café en las afueras de Nairobi; un emprendimiento arduo. La vida en África no era sencilla. Pero a Karen no parecía importarle.
“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El Ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de kilómetros al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías”, escribió al comienzo de África Mía, su obra más famosa.
La pareja se deshizo, el barón se marchó, pero antes la contagió de sífilis. Karen quedó a cargo de la plantación. Ella tenía plena conciencia que en esas tierras lejanas el título de baronesa sirve de poco. En el medio conoció a Denys Finch Hatton, un cazador, un aventurero que provocó una conmoción en ella. El amor de su vida.
La baronesa Karen Blixen lidió con animales salvajes, enfrentó leones y búfalos.
Encuentro con los leones
El episodio ocupa un lugar central en África Mía. Una tarde alguien le avisó que un par de leones había merodeado el lugar en el que estaban los bueyes y se habían llevado dos. El administrador del campo se ofreció a poner estricnina en los alrededores del lugar para envenenarlos si regresaban en busca de más presas. La baronesa se negó con contundencia. “Eso no tiene ningún espíritu deportivo”, le dijo. Y junto a Finch Hatton pergeñaron un plan para cazarlos. Denis estaba por cumplir 42 años. Esa tarde se había quejado de que su vida era demasiado tranquila. Ambos, con naturalidad, creyeron que estos dos leones eran una buena oportunidad para agitar las cosas.
Llevaron un animal muerto hasta una breve colina, próxima a un cafetal. Era el señuelo para que los leones se acercaran y ellos pudieran dispararles. Esperaron con paciencia. Karen escribió que lo hizo “con miedo y temblando, con ansiedad por conocer mis propias habilidades”. Anocheció sin novedades. En la oscuridad, Karen y Finch Hatton sólo contaban con un par de linternas. La noche estaba cerrada, sin que la luna iluminara. De pronto, percibieron un movimiento. Alumbraron con sus linternas a un chacal. Pero en el fondo divisaron a un león -imponente como todos los de su clase. El hombre apuntó y disparó. De inmediato, otro movimiento a la izquierda. Y otro disparo que atravesó el silencio de la noche africana. Unos segundos de quietud con el eco del estampido apagándose contra la ladera de las colinas. La tensión se instaló en ellos. Si algunos de los disparos había fallado, corrían peligro serio, aislados en la elevación y con los cafetales cercándolos. Pero el silencio se extendió. No se escucharon más movimientos. La luz de las linternas confirmó que Finch Hatton había dado en el blanco y que los leones habían sido cazados. A partir de ese momento, muchos (sus sirvientes, los hombres con los que hacía negocios, los que flirteaban con ella) empezaron a llamar Leona a Karen. El apodo a ella le daba algo de pudor, pero en secreto la llenaba de orgullo. Era la demostración de que podía resistir en ese ambiente, de que había elegido bien. Volvía a aquello de la familia o los leones. Nadie podía dudar de que la metáfora se había terminado, de que su elección habían sido los leones. Las pasiones regían su vida: “La cura para todo siempre es el agua salada: la transpiración, las lágrimas o el mar”, escribió.
Después llegó la tragedia. Finch Hatton muere en un accidente de avión. Ella se entera en un viaje a Nairobi. Nadie se animaba a contárselo. El dolor y la pérdida del amor de su vida. Para peor llegó el quebranto económico. Las deudas fueron imposibles de levantar y el banco ejecutó la hipoteca. Perdió todo. Tenía casi cincuenta años y debía empezar de nuevo. Volvió a Dinamarca sin nada. Excepto la sífilis y un plan. Iba a escribir.
Allí adopta un seudónimo, Isak Dinesen. Isak significa “el que ríe” y tenía además la ventaja de parecer el nombre de un varón, algo muy útil en la época. El Dinesen es el otro apellido familiar. La carrera literaria de Blixen/ Dinesen fue veloz y consagratoria. Sus siete libros se publicaron en todo el mundo. Escribía en inglés y ella misma hacía las versiones de sus libros -algo más preciso que la traducción- en danés.
Los libros de Dinesen tenían una gran éxito en Estados Unidos. Sus Siete Cuentos Góticos, publicados en la década del treinta, llevaban decenas de ediciones. Hasta había sido uno de los títulos que la editorial de las fuerzas armadas norteamericanas había impreso para sus soldados (esa es otra gran historia: cómo los libros acompañaron el triunfo durante la Segunda Guerra Mundial). En los cincuenta su nombre era reconocido en todos los círculos literarios. Era admirada por los grandes autores del momento. Ernest Hemingway, que no solía repartir elogios, dijo que ella debió ganar el Premio Nobel en lugar de él. Y en los últimos años, la apertura de los archivos de la Academia Sueca demostró que ella estuvo muy cerca de ganarla en tres ocasiones. En 1954 (cuando lo ganó Hemingway), en 1957 (Albert Camus) y en 1959. Ese año ganó la votación inicial por amplio margen. Pero uno de los académicos se opuso porque consideró que podrían ser criticados de localistas, por premiar a demasiados autores nórdicos. El argumento provinciano se impuso y el galardonado fue el poeta Salvatore Quasimodo.
Su lema de trabajo se suele repetir, muy pertinentemente, en las escuelas de escritura de todo el mundo: “Escribe todos los días un poco. Sin esperanza, sin desesperación”.
Una anécdota que describe a Karen Blixen y a su literatura. Durante la Segunda Guerra Mundial dicta una novela a una taquígrafa que paga su editor norteamericano. De pronto la empleada la interrumpe: “Señora, disculpe pero ese personaje que está haciendo hablar, murió cuarenta páginas atrás”. Blixen, inmutable, respondió: “Querida, eso no tiene la menor importancia”.
Lo misma admiración que Hemingway mostraron otros autores. Truman Capote le dedicó un refinado perfil: “Inmediatamente, aún cuando uno no conozca su pasado, se da cuenta de que es todo un personaje. Un rostro tan facetado, cuyos prismas desprenden un orgulloso centelleo de inteligencia y educada compasión, es decir, de sabiduría, no puede ser una ocurrencia accidental”. Su visita a Estados Unidos en 1959 provocó una atención que no había conseguido ningún escritor extranjero desde George Bernard Shaw. Brindó decenas de entrevistas, salió en la televisión, sus conferencias se multiplicaron y llegó hasta la tapa de Life. Sin embargo el hito que se recuerda de ese viaje es un almuerzo, al que concurrieron poca más de diez personas. Cuando le preguntaron a quién deseaba conocer en Estados Unidos, la baronesa dijo que a Ernest Hemingway, al poeta E.E.Cummings, a Arthur Miller y a la escritora sureña Carson McCullers.
Fue así que Carson McCullers la invitó a almorzar a su casa que quedaba a unos treinta kilómetros de Nueva York, junto a Arthur Miller. El dramaturgo pasó a buscarla por su hotel con el auto. Cuando Karen vio que Arthur Miller iba acompañado por su esposa se emocionó. Declinó el asiento delantero que le ofrecieron y se sentó en el asiento trasero con la Señora Miller: Marilyn Monroe. Arthur Miller ofició de chofer de los dos mujeres que se la pasaron hablando todo el viaje. Karen quería saber todo sobre Hollywood. Hay unas fotos hermosas de ese almuerzo. En la cabecera está Karen Blixen: rígida, cubierta con un chal, con la mirada recta, frágil pero etérea. A su derecha, la anfitriona, de negro, Carson McCullers, al lado de ella, radiante, Marilyn; a la izquierda de la danesa, está Arthur Miller de traje claro, su figura de Modigliani y anteojos delgados. El fotógrafo dejó varias veces fuera de cuadro a Arthur Miller. Se centró en esas tres mujeres heridas, endebles y geniales. En una de las imágenes, Carson besa con ímpetu y cariño a Marilyn: hasta parece escucharse el chasquido húmedo de los labios contra la mejilla de la actriz. Karen siguió su dieta habitual: champagne, ostras y hablar sobre sí misma. La leyenda dice que las tres mujeres terminaron bailando sobre la mesa de mármol. Aunque todos sepamos que es difícil que eso haya ocurrido por la edad avanzada de Blixen y su endeblez física (pesaba 40 kilos) y porque Carson tenía a esa altura medio cuerpo inmovilizado. Poco después, Karen dijo sobre Marilyn: “No es que sea bonita, aunque por supuesto lo es de un modo casi inverosímil, sino que irradia al mismo tiempo una vitalidad sin límites y una especie de increíble inocencia. Me recordó a un cachorro de león que me trajeron de África mis criados nativos. No me quedaría con ella”.
En sus últimos años, Karen Blixen vivió acompañada por Klara Svendsen, una secretaria que mostraba devoción por ella. Ingresó a trabajar cuando la escritora solicitó una cocinera. La chica con sus modales suaves y una educación por encima de la media obtuvo el puesto de inmediato. Pero a la segunda comida, el fraude quedó expuesto. Karen la llamó y le dijo: “No sabés cocinar, ¿no?”. La joven confesó que su admiración por la escritora era tan grande que sólo quería pasar tiempo con ella. Karen Blixen tomó otra cocinera y reubicó a la chica como secretaria y asistente personal.
Su otra relación importante de esos años fue con el (entonces) joven poeta y escritor Thorkild Bjornvig. Hicieron un pacto casi fáustico. Él le dedicaba a ella toda su atención y devoción y Karen puliría su talento y lo convertiría en un gran escritor. Ella abusó de su poder, lo alejó de su mujer e hijo y el años después el hombre quebró el pacto. Pasadas varias décadas de la muerte de Dinesen, Bjornvig contó la historia en un libro que luego fue llevado al cine por Billie August en El Pacto.
El cine se ocupó de la obra y de la vida de Isak Dinesen. Orson Welles filmó uno de sus textos. También la adaptación de El Festín de Babette se llevó un Oscar a la mejor película extranjera. Pero el gran homenaje fue África Mía, la película de 1985 dirigida por Sidney Pollack, protagonizada por Robert Redford y en la que ella es interpretada por Mery Streep.
Karen Blixen pasó sus últimos años en su casa de Rungstedlund en Dinamarca, recibiendo visitas, admiradores y periodistas. El prestigio rodeaba su figura.
Su vida se fue apagando de a poco. Se fue desvaneciendo a la vista de los que la rodeaban. Cada vez más flaca, todo se alertagaba a su alrededor. Apenas comía, escuchaba arias y conversaba con una o dos personas. Murió en 1962 a las 77 años.
En su última entrevista brindada el 6 de agosto de 1962, un mes y un día antes de su muerte, el periodista le recordó que en Out of Africa había escrito que no iba a dejar que la vida se le escurriese hasta que la hubiese bendecido, recién allí la dejaría.
Ella miró a su entrevistador con sus ojos de dos colores, con la delgadez extrema, con las arrugas talladas en su cara y con un tono neutro que trató de disimular la nostalgia, respondió: “La vida ya me ha bendecido”.
Había dejado una última voluntad escrita en un papel. Quería ser enterrada en las colinas de Ngong junto a Denys Flinch Hatton, el amor de su vida.