Las extensas exequias de la reina Isabel de Inglaterra recuerdan otras grandes despedidas a figuras públicas que fueron acompañadas durante días por multitudes que se acercaron a brindarles un saludo final. Sin importar el lugar del mundo en el que ocurra, las diferencias ideológicas o las épocas, es un fenómeno que se repite cuando alguien de excepción se muere. Ya sea una reina que ostentó el trono durante setenta años, una mujer que marcó un hito en la vida pública argentina, la princesa que logró acercar la realeza a la gente, el primer ídolo popular de Argentina o uno de los dos mejores jugadores de fútbol toda la historia.
En Inglaterra para iniciar las honras fúnebres públicas de la Reina Isabel se montó una capilla ardiente en la Abadía de Westminster. Un velatorio público de cinco días de duración que finalizará con los grandes fastos del funeral de hoy. Al tercer día, en vez de decrecer la cantidad de visitantes, se debió interrumpir el ingreso del público a la fila para pasar por delante del féretro. La demora desde que uno ocupaba su lugar hasta que llegaba a estar frente de los restos de la reina era de catorce horas.
El funeral de la Reina Isabel
Hubo gente, mucha gente, dispuesta a hacer catorce horas de cola para pasar durante unos segundos delante del féretro de la Reina Isabel. Las filas más largas de la historia para saludarla por última vez.
Esa actitud, ese fenómeno, no se explica a través del morbo (no hay nada para ver). Tampoco de la curiosidad. Ni siquiera por lo que ahora llaman MOFO, por esa necesidad de no perderse algo, de estar en el lugar en el que están los otros.
Tras la muerte de la Reina de Inglaterra varias personas de cierto renombre se quejaron en las redes sociales de que hubiera en un punto del mapa muy alejado de Inglaterra, en un punto con largas controversias históricas con Inglaterra, gente consternada y dolorida por la muerte de la monarca.
Supongo que ese dolor no es uniforme. Que en él hay empatía, respeto, simpatía por una figura de una trayectoria pública de una duración inusual, una sensación de cercanía y de conocimiento producida por producciones televisivas recientes, por la reproducción de las escenas de emoción en su país y por la certeza de la estatura histórica del personaje, sin necesidad de esperar el paso del tiempo.
La despedida de Evita
El 26 de julio de 1952, la voz de Jorge Furnot, locutor de Radio del Estado, se metía en todas las casas de Argentina: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20 y 25 ha fallecido la señora Eva Perón, jefa espiritual de la Nación”.
Las 20 y 25 se convirtió en uno de los momentos más célebres en los que el reloj se detuvo en la historia contemporánea argentina, la hora en que Eva Perón pasó a la inmortalidad como sería recordado después.
Después fue tiempo del trabajo del Dr. Pedro Ara para embalsamar el cuerpo. La madre de Eva quería que el velatorio fuera lo más rápido posible, que no excediera los dos días, quería que su hija descansara en paz. Perón, por su parte, determinó que la despedida duraría todo lo que fuera necesario, que todo ciudadano argentino que quisiera despedir a Eva pudiera hacerlo. Así el velatorio se convirtió en una larga procesión de 16 días.
Los opositores señalaron los gestos y acciones del gobierno para perpetuar el duelo y para aprovechar el dolor popular. Los comercios y lugares de comida cerrados durante tres días; por la misma cantidad de tiempo no hubo diarios, ni taxi. En la radio sólo se pasaba música sacra. El duelo oficial decretado fue de un mes. La radio durante mucho tiempo recordó la hora del deceso, interrumpiendo en ese momento su transmisión habitual, los hombres fueron obligados a trabajar portando una cinta negra alrededor de uno de sus brazos. Hubo monumentos, edificios, ciudades y provincias bautizadas con el nombre de Eva Perón. Y el 26 de julio de cada año fue declarado jornada no laborable por duelo colectivo.
Sin embargo, más allá del innegable cariz totalitario de esta batería de medidas fúnebres, la magnitud del dolor colectivo y de la participación popular fue impactante e inédita. Y eso no tuvo que ver con ver con esas disposiciones. Sino con un sentimiento que es imposible de generar artificialmente. Un fenómeno sociológico que se produce de manera natural, que hace que la gente salga a la calle a expresar su dolor y respeto.
Las imágenes de las exequias, las primeras filmadas a color en Argentina, siguen conmocionando. Pero no por la cureña acompañada por los representantes de los trabajadores, ni por la guardia de honor de fuerzas militares que escolta el paso del cuerpo de Eva y oficia de cordón para que la multitud no avance y permita el recorrido entre el Ministerio de Acción Social, el Congreso de la Nacional y el destino final, la CGT. Lo que impresiona es la cantidad de gente, los millones de personas que integran el cortejo, que salieron a la calle para ser parte. Lo que impresiona son los relatos de esos días, de la gente llorando en sus casas cuando se enteró de la noticia, de la tristeza por las calles. En muchas ciudades y pueblos alejados de Buenos Aires, se levantaron capillas ardientes, procesiones y homenajes en honor a Eva. La tristeza no era sólo porteña.
Una de las claves de esta cuestión se puede encontrar en el testimonio de un importante escritor argentino que meses antes de la muerte de Eva Perón, fue uno de los que integró la comitiva que le llevó la urna al hospital, hasta la cama en la que convalecía, para que ella pudiera emitir su voto en la primera elección en la que las mujeres estaban habilitadas a votar. “Asqueado por la adulonería que encontré en torno a Eva Perón, me conmovió la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna que tenía el voto de Eva y la besaban. Una escena alucinante, digna de Tolstoi”, dijo David Viñas.
Alguien podría creer que en el caso de Eva el principio que funcionó fue el inverso al de la Reina. Que en uno fue lo prematuro de la muerte (que no permitió que los sinsabores de la política afecten su imagen, que no permitió derrotas coyunturales, ni errores públicos extendidos en los años) y que en el otro, en el de Isabel II fue la longevidad, el récord de permanencia en el poder. Ambas cuestionen tienen, por supuesto, su influencia pero no son las que provocan estos duelos colectivos.
Ahí están los funerales de Perón también. Las fotos de Sara Facio en las colas con gente de todas las edades, el llanto del soldado al paso del féretro, la tapa de Crónica (ese gran título de Héctor Ricardo García: MURIÓ) o el de Noticias, el diario montonero, con el DOLOR y la célebre bajada de Rodolfo Walsh que en medio de las peleas intestinas en el peronismo acertó en su neutralidad al llamarlo “figura central de la política argentina de los últimos treinta años” (una verdad irrefutable) y, principalmente, por lo de “la noticia tardará en volverse tolerable”. El que acertó el tono, el que logró actuar a la altura de las circunstancias fue Balbín con lo de “este viejo adversario despide a un amigo”.
Tras la muerte de Lady Di, la reina y la casa Real no reaccionaron a tiempo. Dejaron que influyeran viejos rencores y se escudaron en cuestiones protocolares. Pero la marea de cariño popular, los millones de arreglos forales, cartas y regalos espontáneos, le torcieron el brazo y obligaron a la Reina a organizar el debido funeral de estado, la despedida oficial y masiva que la gente exigía.
El dolor por Diego Maradona
En medio de la pandemia, cuando la cuarentena argentina parecía convertirse en eterna murió Diego Maradona. Ese día muchos comprendimos cuánto lo queríamos a Diego. No importó que en sus últimos años se lo viera estragado, muy lejos de su plenitud. El amor por su figura, la gratitud por las alegrías y, por supuesto, la consternación por el dolor masivo se impuso.
Durante las primeras horas no se supo bien qué iba a suceder. Todavía los movimientos eran muy restringidos, las autoridades se negaban a abrir actividades, hacía ocho meses que los chicos no concurrían a las escuelas, miles de comerciantes se fundieron y muchas personas perdieron su trabajo. La cuarentena parecía casi la única respuesta oficial. Sin embargo, el funeral de Diego se llevó a cabo, el gobierno decidió hacerse cargo de la organización. Meses evitando la aglomeración de personas, meses evitando siquiera que alguien se acercara al otro, terminaron en un velatorio multitudinario en la Casa Rosada. El evento no estuvo bien organizado, como tantas otras cosas en esta administración. Hubo desbordes, desmanes y hasta una invasión de barras bravas a la Casa de Gobierno obligó a suspender el velatorio. La familia Maradona impuso su voluntad de que la duración fuera breve. Decenas de miles quedaron sin poder pasar delante del cuerpo de su ídolo máximo.
Pero miles de argentinos salieron a la calle como no lo habían hecho en los meses anteriores. No lo hicieron empujados por el hastío o por un súbito ataque de desobediencia civil después del dócil acatamiento a las órdenes. Lo hicieron empujados por los recuerdos, por la importancia de Maradona en sus vidas, por la gratitud, por el dolor. En otras circunstancias, las de Diego podrían haberse convertido en las exequias más multitudinarias de la historia.
En 1935 cuando murió Gardel sucedió algo similar. El cuerpo llegó al país seis meses después del siniestro del avión en Medellín y fue velado en el Luna Park. Luego el cuerpo acompañado por el pueblo que entremezclaba tangos con el himno nacional atravesó la Avenida Corrientes, desde Madero hasta el cementerio de la Chacarita. Hubo quienes en los diarios se escandalizaron por semejante acompañamiento a un integrante del mundo del espectáculo, esos creían que la gente sólo estaba despidiendo a un cantante popular.
Para el funeral de hoy en la Abadia de Westminster, está prevista la asistencia de los principales mandatarios y monarcas del mundo. Joe Biden, Macron, Trudeau, Bolsonaro, Yoon Suk- Yeol y muchos más; los reyes de toda Europa: los de España, Suecia, Noruega, Bélgica, Holanda, los príncipes de Mónaco y Luxemburgo: también estarán el emperador japonés Naruhito y Hassanl Bolkiah, el sultán de Brunei.
Tamaña acumulación de mandatarios y de personalidades influyentes marcan dos cuestiones evidentes. La seguridad del evento se convertirá en la más sensible de los últimos tiempos, en un verdadero desafío para los que deben impedir desbordes, ataques o atentados. Y el respeto y la importancia de la monarca fallecida. No se consigue aunar tanta gente importante en un funeral si así no fuera. De otro modo, el lugar se hubiera llenado de vice presidentes, príncipes, ministros y embajadores.
El cuerpo de Isabel II fue llevado del Palacio de Buckingham al Hall de Westminster donde fue visitado por esa multitud de ingleses. En el día de hoy la procesión se enfilará hacia la Abadía de Westminster para el gran funeral de estado y finalmente se dirigirá al sitio en el que será depositado definitivamente el féretro, la Capilla de Saint George, dentro del gran terreno del Palacio de Windsor. Isabel pidió ser enterrada al lado de su marido, el Príncipe Felipe que murió el año pasado con 99 años.
El último adiós a la Reina Isabel
Para escribir esta nota, busco información en portales europeos sobre el funeral. Me interesa además del cronograma, cómo es mirada toda la situación en países democráticos vecinos, con y sin monarquía en su tierra. En uno de esos sitios, un streaming encabeza la página. Muestran en directo el paso del público inglés por la capilla ardiente.
Al principio puede parecer una situación monótona sin mayor interés. Horas y horas de gente pasando a metros de los restos de La Reina. No hay nada para ver, al menos eso parece. El ataúd en el centro, tapado con unas telas mientras a ambos lados dos filas pasan de manera lenta, respetuosa e incesante. Pero esos sólo cinco minutos bastaron para que la idea de lo trivial y lo aburrido se desvanezcan. Si lo primero que uno cree ver es una escena absolutamente tediosa y quieta, como poner Gran Hermano a las 10 de la mañana mientras todos en la casa duermen o una de esas películas de Warhol de los sesenta en que se filmaba a alguien durmiendo durante horas, al poco tiempo nos damos cuenta de que no va a ser así.
Las caras serias, nadie hace un chiste, ni rompe la fila. A nadie se le ocurre saltear algunas de las reglas. Caminar lentamente, pararse unos segundos hasta el ataúd, no romper el clima de recogimiento y dolor con risas, movimientos bruscos o conversaciones fuera de lugar. De pronto noto algo que sale de la norma. Un hombre de más de cincuenta años, con traje gris impecable, camina más lento que el resto. El director de cámara también le presta atención y sacrifica el plano general y cambia a una cámara con un primer plano.
Cuando la imagen se acerca descubrimos que el costado izquierdo de su pecho está cubierto de insignias y condecoraciones. El hombre apenas camina, mira fijo la cureña con las banderas que tapan el ataúd. Mueve apenas los labios. ¿Está rezando? ¿Está hablando con la Reina? ¿o, acaso, recuerda alguna circunstancia personal? El resto de los que están en la fila no lo molestan. Con discreción pasan a su lado. Nadie le reprocha que se está tomando más tiempo del permitido. No pareciera que él se diera cuenta. Su tiempo se detuvo y siente que no hay nadie más alrededor. Vemos la nuez de Adán agitarse y los ojos llenarse lágrimas. De pronto parece salir del trance, asiente con la cabeza, una respuesta a sí mismo en esa larga conversación interior, y da un paso hacia adelante. Da un cuarto de giro y queda frente a los restos de la Reina y se inclina para hacer la reverencia final. Luego mira a los de atrás, se disculpa con ellos y sigue su camino mientras continúa llorando. No pasaron ni siquiera dos minutos cuando la fila que se acerca, siempre al mismo ritmo lánguido, parece deformarse, se ensancha.
Una familia se aproxima. Un hombre de sesenta años empuja una silla de ruedas en la que va una mujer muy mayor, frágil, con un bastón en la mano y el pelo blanco. A su lado camina una pareja joven; la chica que no llega a los treinta lleva un bebé apretado contra el pecho en una de esa mochilitas que permite cargarlos. Debe tratarse de cuatro generaciones de la misma familia. Cuando pasan frente al ataúd, la anciana gira su cabeza y habla con el que la empuja. Es la primera vez en los pocos minutos en que estoy viendo que la fila se detiene. Los de atrás no se impacientan y mantienen sus gestos pétreos, algo solemnes. Mientras el hombre niega con la cabeza, descubrimos por qué la anciana llevaba un bastón. Lo apoya en el piso y trata de incorporarse. Inclina todo su cuerpo para adelante, los pies buscan el piso con algo de indecisión. El varón de la pareja joven (probablemente su nieto), la toma del brazo que no tiene el bastón, la ayuda a incorporarse y la sostiene hasta que la mujer logra estabilizarse y con una caricia sobre la mano le pide que la deje sola. Los otros miembros de la familia dan un paso atrás. La anciana se yergue todo lo que puede y después, con lentitud, se inclina ante la Reina. Luego, sí, otra vez la ayudan a sentarse y la familia entera se retira mientras ella con un pañuelo seca sus lágrimas.
Nunca me interesaron las historias de la realeza, jamás vi The Crown, la figura de la Reina Isabel siempre me resultó indiferente. Creo que hasta el momento de escribir esta nota nunca le dediqué siquiera un pensamiento. Pero esas dos escenas me conmueven, logran emocionarme. El respeto, las lágrimas, el dolor genuino y algo retaceado, la disposición para pasar una decena de horas en una fila para rendir respetos, para agradecer o para un saludo final.
Lo que estas situaciones recuerdan, lo que estas muertes célebres muestran de manera evidente, es que el legado que algunas personas dejan una marca en la vida de otros, su presencia tan intensa y/o constante las convierten en parte de esas vidas privadas y anónimas. A los que despiden en estos funerales masivos no es nada más que a jefes de estado, monarcas, cantantes o deportistas célebres. Es a gente que con sus acciones acompañó y hasta intervino en momentos de grandes derrotas personales y de alegrías inolvidables.
Esto es lo que olvidan los que se burlan en redes sociales, los que se manifiestan públicamente contra aquellos que demuestran pesar ante una muerte célebre. Olvidan que ellos algunas tuvieron o tendrán un dolor (o al menos una sensación de ausencia similar). Olvidan que en algunas situaciones es preferible callar, que siempre es preferible ser sensible y respetuoso ante el dolor de los demás.