Historias
La historia de cómo un pequeño golpe de suerte cambió la vida de Google y nos ayudó a todos a mejorar nuestra
La historia de Google, como tantas otras, fue cuestión de suerte. Tal vez por eso durante años el buscador lo dejó en claro en el más recordado –y lúdico– de sus botones: “Voy a tener suerte” (en inglés, “I’m feeling lucky”). Un claim pegadizo que era también una declaración de principios de sus creadores.
Fue la suerte la que hizo que, en 1994, Sergey Brin, recién graduado con doble título en Ciencias de Computación y Matemática y con una beca de la National Science Foundation, fuera rechazado en el MIT y terminara optando por un PhD en Stanford. Había llegado con su familia a Maryland, en los Estados Unidos, con sólo seis años, cuando consiguieron visas para salir de su Moscú natal.
Por Infobae
Larry Page había nacido en Michigan en marzo de 1976, a miles de kilómetros de Stanford y de Sergey, pero era hijo de profesores de informática y había crecido en un entorno donde las computadoras eran moneda corriente. Sin embargo, esos dos chicos de entornos tan diferentes tenían cosas en común: ambos habían hecho la primaria en colegios Montessori y tenían un interés particular por los inventos. Los dos eran de ascendencia judía, aunque para Sergei las cosas habían sido tan duras que la familia Brin había tenido que recibir asistencia de entidades israelitas para asentarse en américa, la de Larry, en cambio, nunca había pasado penurias económicas, y lo más duro que vivió fue la prematura muerte de su padre, Carl, cuando él tenía 23 años.
Se conocieron en 1995 en el seminario de orientación para nuevos doctorandos de Stanford, pero no se cayeron nada bien, cuenta la biografía The Gatekeepers (Daniel Alef, 2011), sobre los orígenes del gigante que hizo de la búsqueda de información una necesidad y un negocio. “Los dos éramos un poco odiosos: y Larry era de esos tipos que tienen un comentario para todo”, admitió Brin. Pero obligados a pasar tiempo juntos en el programa de computación para graduados, descubrieron que las mismas cosas que los irritaban del otro, eran las que los convirtieron casi de inmediato en “almas gemelas intelectuales”.
La génesis de Google es también la de cómo surgen las grandes ideas, y esa idea, en su origen, fue de Larry Page. El sostenía que un buscador de Internet podría rankear links de acuerdo a la frecuencia con la que fueran linkeados a otras páginas. Con la ayuda de Brin, esa idea se transformó en PageRank, el algoritmo básico de las búsquedas de Search. La primera vez que lo probaron fue en la red de Stanford, en 1996.
Dos años más tarde, el 4 de septiembre de 1998, habían fundado juntos la start-up que revolucionaría Internet y el modo en el que pensamos. Después de Google ya nadie volvería a tener dudas sobre una dirección, ese actor de la película tan buena que tenía en la punta de la lengua o la receta de los gnocchi de sémola. Como lo explicaba entonces Sergey: “Internet es el depósito de todo nuestro conocimiento”, sólo había que ponerlo a disposición de los usuarios. Y ellos lo hicieron.
Era sólo el principio: Google lograría entrar a un nivel impensable entonces en las vidas de los ciudadanos de Occidente, introduciendo productos como YouTube, Google Earth, GMail, Chrome y el sistema operativo Android para teléfonos celulares, al punto en que es difícil para cualquiera recordar hoy cómo era el mundo –y cómo nos comunicábamos y nos relacionábamos en la mayor parte de nuestras tareas cotidianas– 24 años atrás.
El foco de Brin estaba en el desarrollo de procesadores de datos. Page, por su parte, estaba obsesionado con el “concepto de inferir en la importancia de un trabajo de investigación, a través de sus citas de otros documentos”. Escribieron juntos un paper titulado “La anatomía del buscador web hipertextual de larga escala”. Fue el comienzo de una colaboración que no conocería límites.
Entonces, otra vez los tocó la varita mágica de la suerte: apenas si tenían un plan de negocios cuando recibieron el aporte de lo que se conoce como un “ángel”, un inversor dispuesto a financiar la empresa en su momento más crítico, cuando debe crecer y ampliarse.
Andy Becholsheim era uno de los fundadores de Sun Microsystems y su primera reunión con él fue en Stanford, en casa de uno de sus profesores y mentores –David Cheriton–. Brin y Page eran tan novatos –y tan poco solventes– que celebraron a la mañana siguiente con un desayuno en Burger King. Ni siquiera tenían una cuenta en dónde recibir la transferencia de su providencial benefactor: Google Inc. aún no existía como sociedad legal.
Así fue como crearon la compañía ese 4 de septiembre, hace más de dos décadas: necesitaban darle un marco jurídico a su emprendimiento para poder recibir donaciones. Lo primero que hicieron una vez que la firma estuvo constituida fue depositar en una cuenta el capital inicial provisto por Bechtolsheim. Después, cumplieron con el rito iniciático de todos los exitosos de Silicon Valley: le alquilaron un garage por US$700 a una mujer –Susan Wojcicki– que se involucró tanto con el proyecto que acabó siendo vicepresidente senior de Google. La hermana de la dueña de casa fue todavía más allá en su vínculo con la dupla creativa y se casó con Sergey. Tenían un sólo objetivo: “Crear el buscador perfecto”. Y tenían suerte, claro.
Al mes siguiente ya habían contratado a su primer empleado, y para diciembre de ese año ya estaban señalados como uno de los cien sitios web más influyentes. Pero como la idea había surgido en un laboratorio de Stanford, los ex alumnos tuvieron que llegar a un acuerdo comercial con su universidad. Eventualmente lo resolvieron entregándole acciones. De nuevo, el azar estaba de su lado: todos confiaban en el futuro de la compañía.
Con todas sus fallas, para 1999, Google ya era el mejor buscador posible en Internet, capaz de proveer información que otros sitios no lograban conectar. Habían creado un algoritmo único, capaz de leer incluso los links ocultos. Entre miles de vínculos y subvínculos, la herramienta lograba rankear cuáles eran los más afines y ofrecerlos por orden. Era un salto colosal y definitivo.
Lo único que Brin y Page necesitaban para dar el siguiente paso era más dinero, y salieron a buscarlo con total seguridad: igual que en el claim original del sitio, se sentían afortunados. Tanto, que no estaban dispuestos a ceder acciones propias en la jugada. Aquello era sólo crecer, y no había techo.
Lo escriben David Vise y Mark Malseed, los autores de The Google Story, otro de los libros que cuenta la gesta: “No hubo desde Gutemberg ningún nuevo invento que haya empoderado a los individuos y transformado el acceso a la información de una manera tan profunda como Google”. Brin y Page lo entendieron enseguida, y una vez que optimizaron su buscador, comenzaron a pensar en la información que todavía estaba fuera de la web. Digitalizar libros y salud fue sólo el principio.
Hoy, de acuerdo con Forbes, Page –que fue CEO de Google hasta 2011– tiene una fortuna valuada según Forbes en más de US$1.000 millones, y sigue casado con la madre de su hijo, la científica Lucy Southworth. En 2013 anunció que tenía las cuerdas vocales paralizadas debido a una enfermedad autoinmune. Los médicos habían pasado años buscando un diagnóstico: en aquello Google apenas si pudo ayudar. Dona grandes cantidades de dinero a la filantropía, especialmente para la investigación en su patología.
Brin fue presidente de Alphabet –la compañía madre de Google– hasta 2019, y con una fortuna similar a la de Page, es hoy el séptimo hombre más rico del mundo. Se casó, tuvo un hijo y se separó de Anne Wojcicki, la hermana de la dueña del garage fundacional. También estuvo en un triángulo amoroso con el magnate Elon Musk, y se dice que su última mujer, Nicole Shanahan, lo dejó por él –billetera mata galán, pero la billetera más abultada del mundo es todavía más fatal–. En todo caso, la mayoría de estos detalles son reducibles a un lugar oculto en los rankings de búsqueda. Brin y Page son uno de esos casos en los que la inteligencia y la suerte hacen revoluciones. Y como en todas las revoluciones, en el origen fue simplemente de una idea.
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