Historias
Muammar Gaddafi, el líder libio que fue conocido como “el loco libio” y “el perro desquiciado de Medio Oriente”, murió hoy a los 69 años
“¿Por qué me están haciendo esto a mí?”, habrían sido sus últimas palabras. Se dice que un guardia personal al ver cómo era vejado, para interrumpir su sufrimiento, sacó un arma y le disparó en la cabeza. Otros afirman que murió en medio del linchamiento. Otros que fue por asfixia. Las autoridades libias que lo reemplazaron debieron ordenar una autopsia por presiones internacionales. Pero los resultados completos nunca fueron dados a conocer. Su muerte no presume de precisiones: hay videos parkinsonianos, parciales, poco concisos y decenas de testimonios contradictorios.
Por Infobae
Lo que sí se sabe es su principio: Muamar Gadafi nació en Sirte, parte de Libia que en ese momento, en 1942, se encontraba bajo dominio italiano. Su infancia fue muy pobre. En medio del desierto su familia pasó muchas necesidades. La vida de beduino era muy sacrificada y llena de privaciones, en medio de un país en que la pobreza era extrema. Gadafi de muy joven se volcó hacia el nacionalismo árabe. Ingresó al ejército e hizo una carrera fulgurante. En 1969 la tensión social era extrema. Un movimiento de jóvenes oficiales derrocó al Rey Idris I. Gadafi asumió el poder. Durante los primeros años las condiciones de vida de los libios mejoraron. Gadafi fue construyendo poder. El precio del petróleo estaba en alza. Se estima que ingresaban alrededor de mil millones de dólares semanales por las ventas. Gadafi modificó la forma de gobierno y dijo darle participación al pueblo a través de múltiples consejos. Pero las decisiones finales las tomaba él.
Escribió El Libro Verde. Citas y párrafos del manifiesto se encontraban en grandes carteles en las calles o en murales en las oficinas públicas. El culto a la personalidad de líder se manifestaba también en las estatuas públicas de Gadafi y en las fotos y pinturas con su retrato que colgaban en la gran mayoría de las paredes libias. Sus discursos -eternos, enfáticos, dispersos, repletos de digresiones, ataques a sus enemigos y de afirmaciones contundentes- se propalaban por las calles y hasta en las cárceles varias horas al día.
Se hacía llamar el Hermano Líder, el Rey de Reyes Africano, el Líder de Oro, el Guía de la Era de las Masas y, el que más perduró y el que prefería, El Líder de la Revolución.
Claro que más allá de cómo a él le gustaba o imponía en su tierra que lo nombraran, recibía otros calificativos. La prensa y sus opositores lo llamaron dictador, autócrata, tirano, déspota. El Sadat, el presidente egipcio por el que Gadafi ofreció 5 millones de dólares de recompensa para quien lo matara -evento que ocurrió en 1981- le decía “el libio loco” y Ronald Reagan se refirió a él como “el perro desquiciado de Medio Oriente”.
¿Siempre fue un monstruo? ¿O el poder, la impunidad, la fuga perpetua hacia adelante y la ambición ilimitada lo convirtieron en uno? Sus crímenes eran múltiples y a la luz del día. El acostumbramiento a la impunidad sólo lo volvió más cruel y le hizo correr los límites años a año.
Generó una red de sicarios que iba por el mundo matando a sus enemigos políticos o simplemente a disidentes que se habían animado a alzar la voz. Pagaba millones de dólares por cada trabajo pero desde que uno de esos ataques fracasó (dejó herido de gravedad a la víctima, con un tiro alojado en la cabeza pero logró sobrevivir) exigía pruebas de que el encargo se hubiera completado: la cabeza de la víctima debía ser enviada dentro de una pequeña heladera portátil a Trípoli.
Algunos de los cadáveres de sus enemigos políticos -en general antiguos aliados- los mantuvo frizados durante décadas en un subsuelo del palacio presidencial y en la morgue del hospital que se encontraba a poca distancia de su vivienda principal. Cada tanto los visitaba. Como si quisiera recordarles quien había triunfado, como si necesitara verlos para convencerse de que él seguía ejerciendo el poder. Era su propia galería (macabra) de trofeos.
Alguna vez ordenó matar a todos los camellos de Trípoli sin mayor razón más que la de que representaban el pasado. Pero ya en este milenio cuando fue rehabilitado por occidente y él renegó de su apoyo al terrorismo, en sus giras mundiales, se alojaba en una gran tienda (blindada) en las afueras de los hoteles cinco estrellas. Delante de la inmensa carpa antibalas estacionaba unos camellos que sólo tenían fines decorativos, para ambientar y darle un aire árabe al lugar.
Una vez por año organizaba encuentros multitudinarios en una escuela o en una universidad. Con las tribunas repletas de niños y jóvenes se desarrollaban juicios populares a supuestos agentes norteamericanos. Para estar en el banquillo bastaba con haber estudiado en Estados Unidos. Se montaba una parodia de juicio que siempre terminaba con el mismo resultado, culpable. La pena era similar para todos: la muerte en la horca. En el mismo momento se los colgaba ante los aullidos excitados de la multitud. En algunos casos el cuello de la víctima no se rompía. Una vez, una joven del público salió corriendo de las gradas y tomando de las piernas al colgado, tiró fuerte para abajo para completar la tarea. La ovación la envalentonó para seguir haciéndolo cada vez que fue necesario. Ella tuvo su premio. Cuando lo sucedido llegó a oídos de Gadafi, éste la mandó buscar y la nombró ministra sin cartera (sólo porque no se lo ocurrió crear el Ministerio de Ejecuciones Sumarias y Ahorcamientos).
Tenía un ejército de amazonas que funcionaban como su guardia personal. Tras su caída y muerte, las denuncias sobre abusos y los testimonios sobre violaciones se acumularon. Visitaba por sorpresa colegios en los que era vitoreado por las estudiantes. Él saludaba y a algunas les tocaba la cabeza. Esa era la señal para que su séquito, una vez que él pasara, se llevara a la joven para que fuera sometida por él. En un pequeño cuarto antes de la habitación de Gadafi se revisaba a las chicas para comprobar que fueran vírgenes. Algunas de las jóvenes fueron raptadas y permanecieron cautivas más de seis años. También soldados de su ejército, oficiales y hasta ministros eran obligados a someterse a los caprichos sexuales del líder.
Era el beduino que había conquistado el mundo. Tenía el dinero, tenía petróleo, buscó entonces armas nucleares. Lo de conquistar el mundo no era una metáfora. Era una de sus ambiciones. Pro soviético, enfrentado con Estados Unidos trató de tejer alianzas que fue variando con el tiempo.
Si sus primeros intentos fueron los de establecer un Panarabismo, un movimiento que nucleara a todas las naciones árabes, con el correr de las cuatro décadas en las que ostentó el poder, fue variando según su conveniencia o moviéndose hacia los escasos lugares que le fueron quedando. Luego intentó con el Panafricanismo, quería convertirse a fuerza de los millones del petróleo, las armas y los contactos más que estrechos con grupos terroristas de todo el mundo, en el líder del continente. Pero sólo le prestaron atención los dictadores -Idi Amín fue uno de sus grandes amigos- o aquellas naciones en las que la pobreza era extrema. En Liberia, Gadafi intervino y promovió una matanza. Llegaba a cada país envuelto en una seguridad impenetrable, con túnicas coloridas, el pelo cada vez más renegrido y sus millones de dólares provistos por el petróleo libio que utilizaba demagógicamente.
Libia se convirtió durante los setenta y los ochenta en la sede de los más variados grupos terroristas del mundo. Gadafi los proveía de armas, de dinero y de protección. Cada tanto los utilizaba para que le prestaran como contraprestación algún servicio que él necesitaba.
Sus relaciones con Occidente se terminaron de romper cuando derribó un avión de Panam. Pero después de un fuerte bloqueo, de bombardeos norteamericanos y de ruptura de relaciones a fines de los noventa Gadafi fue rehabilitado. Las grandes potencias necesitaban su petróleo. Él sacrificó su sueño nuclear, entregó dos hombres para que fueran señalados como responsables de la explosión del avión y renegó del apoyo al terrorismo. Pero también tomó su parte y no sólo en los negocios que pudo hacer con el petróleo. Recibió a los grandes líderes del mundo en su país y también los visitó. Así se reunió con Tony Blair, Sarkozy, Berlusconi y hasta con Barack Obama.
Apenas surgió el levantamiento que terminaría derrocándolo y acabando con su vida, Gadafi minimizó las protestas. Lo que pasaba en otros países, pensaba, no lo afectaría. Cuando uno está cuarenta años en el poder supone que nunca será derrocado. Ante las primeras manifestaciones en su contra y los movimientos iniciales de las tropas rebeldes adujo que los participantes habían sido drogados por Al Qaeda. En pocos meses perdió el control del país. Una guerra civil se había desatado. Y sólo le quedaba escapar. Resistía pero las posibilidades de éxito eran escasas. Tres de sus hijos fueron asesinados. El resto debió escapar del país.
El 20 de octubre de 2011 fue alcanzado y capturado. Estaba escondido en un tubo de desagüe enorme en medio de una zona desértica. Despeinado y rodeado de sangre, se movía lento. Le costó dar el primer paso, el dolor se tradujo en los gestos. Trató de enderezarse, de simular autoridad, de recuperar una dignidad que ya había perdido. Los videos que retratan la caza de Gadafi guardan gritos y el sonido nervioso de las armas martillándose. Unos minutos antes, apenas había asomado su cabeza hubo un instante de quietud. Aunque el centenar de hombres que rodeaba el tubo sabían quién se escondía dentro, los abrumó la perplejidad. Habían encontrado al Líder, por fin lo tenían delante de ellos.
No había un plan. No lo necesitaban. Todos sabían que esa historia iba a terminar mal para el prisionero. El primero en reaccionar fue un oficial que lo tomó de un brazo y lo obligó a caminar hacia un camión. El hombre herido se impulsó más por los empujones y tironeos del oficial que por sus propias fuerzas. De atrás surgió un joven. La imagen, en la filmación nerviosa de un celular cercano, pasó rápido y confusa. Pero los medios se tomaran el trabajo durante los días siguientes de deconstruir la escena, de fragmentarla cuadro por cuadro. Muammar el Gadafi, el hombre fuerte de Libia durante 42 años, fue empalado mientras caminaba hacia la muerte. El que lo había atacado por detrás lo sodomizó con una especie de bayoneta que atraviesa los pantalones color caqui. La sangre se diseminó por la tela. Corte a otro video. En los ojos de Gadafi había terror, ya no queda nada del hombre seguro y arrogante, de la mirada fría y la sonrisa tenue llena de sarcasmo. Los tenía abiertos. Pareció comprender que todo se había acabado. La turba gritó a su alrededor. Le pegaron, su torso cimbreó entre las trompadas y los culatazos. Otro corte, otro video tomado con un móvil. No parece haber pasado demasiado tiempo, tal vez no transcurrió ni un par de minutos. El cuerpo estaba ya sin camisa, tirado en la parte de atrás de un camión, un balazo coronaba la frente, la sangre cubría parte de la cara y del pecho, el pelo continuaba despeinado, los ojos seguían abiertos pero ya no miraban a ninguna parte. Alrededor los hombres gritaban, celebraban, disparaban al aire.
Muammar el Gadafi había sido asesinado.
El 20 de octubre de 2011, miembros del Consejo Nacional de Transición, las fuerzas que habían derrocado al régimen, mataron a Gadafi en Sirte, una localidad desértica libia, el lugar dónde había nacido 69 años antes. La Primavera Árabe también logró terminar con el régimen libio que llevaba 42 años de antigüedad. Las nuevas autoridades no querían que el pueblo tuviera dudas de que la Era Gadafi había finalizado para siempre, que el antiguo líder había muerto. Lo expusieron en una cámara frigorífica de un gran mercado de verduras. Tirado en el suelo sobre un colchón muy delgado con manchas de humedad, grasa y sangre seca, Gadafi con el torso desnudo, despeinado, con el cuerpo marcado, un agujero de bala en la frente fue visitado por miles de libios que viajaron desde todas partes del país para ver el cadáver, para convencerse que había sucedido lo que nunca creyeron.
Pese a lo que se había prometido, el cuerpo no fue entregado a la familia. Los restos de Gadafi fueron enterrados en algún lugar desconocido del desierto libio. No querían que el sepulcro se convirtiera, en el futuro, en un lugar de peregrinación.
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