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Historias

El creador de la propaganda nazi, que envenenó a su familia y se suicidó, acabó su vida en odio

Joseph Goebbels fue uno de los hombres más cercanos a Hitler durante más de dos décadas. En sus años de poder, todos lo llamaban doctor pero no era médico ni abogado. Graduado en letras, vivía con frustración no ser un escritor ni un poeta reconocido. En las entradas de su diario aparecen recurrentes letanías al respecto. Trabajaba como periodista. Su estilo era el de las diatribas, discursos panfletarios, encendidos vómitos.

Por Infobae

Su aspecto físico aparentaba una fragilidad que él siempre había querido evitar. La cara alargada y pálida, las mejillas ahuecadas, una mirada gris. Era muy delgado y de baja estatura. Caminaba con dificultad. Las secuelas de la ostiomielitis habían afectado su andar. Soportó varias intervenciones quirúrgicas durante su infancia y juventud. Eso hizo que mientras los de su edad jugaran en las calles, él estuviera inmovilizado en su casa, dedicado a la lectura. En ese tiempo, sostienen sus biógrafos, creció su cultura y también un resentimiento que no lo abandonaría. Esa renguera lo acomplejó a lo largo de toda su vida. Tal vez, ese complejo de inferioridad, esa necesidad de tomarse revancha hizo que comprendiera mejor, o que su mesianismo lo conectara mejor, con la humillada sociedad alemana después de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Tal vez, él pudiera entender a través de la suya, la furia y las frustraciones colectivas.

Desde mediados de la década del veinte acompañó a Hitler en su ascenso. “¿Quién es este hombre? Mitad plebeyo, mitad Dios. ¿El Cristo verdadero o sólo San Juan?. Este hombre lo tiene todo para ser Rey. El Tribuno de la plebe nato. El futuro Dictador”, escribió en su diario luego de escucharlo en el Congreso Nazi de 1925.

Desde el principio insistió en que la propaganda política, los modos de comunicar y convencer a las masas eran de vital importancia. Apenas el nazismo llegó al poder, Goebbels se convirtió en el Ministro de Propaganda e Ilustración Pública del Tercer Reich. Él era el encargado de la comunicación, de los actos multitudinarios y las consignas pero también del manejo del arte que pasó a ser oficial. Entendió, antes que muchos, de la importancia de los nuevos medios además de la prensa gráfica. Así impuso su mano firme a la radio y al cine. Nada quedaba fuera de su órbita. Se mostraba impiadoso con los que se animaban a disentir. Construyó una voz única y potente. La ambición máxima, la vocación era la unanimidad.

Goebbels era un profundo antisemita. Su capacidad de odio era proverbial. Era el hombre sin matices. Un ejemplo inicial de su odio y de su capacidad de manipulación fue La Noche de los Cuchillos Largos. Logró que una serie de asesinatos para eliminar opositores y posibles adversarios en un acto de defensa y justicia. Lo mismo hizo con cada ataque racial. Justificaba cada acción antisemita de su gobierno y siempre procuraba encontrar una justificación con la que convencía al gran público.

Sus principios de la propaganda política han tenido gran difusión y pese al descrédito que mereció el nazismo, fueron muchos los gobiernos de distinto signo en todo el mundo que los pusieron en práctica.

Ese conjunto de máximas conforma un tratado del cinismo político: la simplificación, el enemigo único, la transposición (cargar sobre el rival los propios defectos), el contagio, la deformación, la exageración, la renovación constante de consignas aunque siempre se hable de lo mismo, simplificar el mensaje para hacerlo popular sin importar si en el camino pierde rigor; lo importante es que convenza a la mayor cantidad posible.

Esto incluía naturalmente acallar, silenciar a los que pensaban diferente. Y una serie de tácticas comunicacionales destinadas a controlar todo el aparato de prensa y artístico y a manipular sin pudor a la sociedad a través de la tergiversación, la mentira y el ocultamiento de la información.

Desde programas radiales a las películas de Leni Riefenstahl; de los Juegos Olímpicos de Berlín 36 a las tapas de los diarios; de los libros que se publicaban a los actos públicos elefantiásicos. La marca de Goebbels estaba en cada movimiento público del Tercer Reich. Si bien su obediencia a Hitler era ciega, él también ejercía influencia en el Führer y lograba filtrar sus ideas extremas.

Goebbels era un gran orador. Enérgico, claro, imperativo, articulado. Hablaba mejor en público que su jefe. Aunque, deba aclararse, que no se puede analizar la oratoria de Hitler con los parámetros actuales en que se los ve como caricaturescas, casi una parodia macabra. Eran discursos toscos y extravagantes pero eficaces y acordes a su tiempo y a su público. Joachim Fest escribió al respecto: “Los que creen que su éxito se debía únicamente a la extravagancia desenfrenada y casi sensual de sus discursos están equivocados; el verdadero factor era la mezcla calculada de racionalidad y frenesí. Lanzando con voz atronadora sus acusaciones y sus parrafadas, o murmurando sus declaraciones de fe y amor a los oyentes, siempre controlaba la situación”. Quien cinceló ese estilo y casi cada palabra pública de Hitler fue Goebbels.

Al fanatismo de Goebbels debe añadírsele la falta de escrúpulos y un poder casi demencial. Eso lo convertía en alguien con una capacidad de daño única.

Leni Reifenstahl cuenta un episodio. En medio de una discusión por un proyecto cinematográfico, ella pone en juego sus armas de seducción y su inteligencia para convencer al ministro. Él halaga su terquedad. “Usted no es una mujer común”, le dice. “Después alargó la mano hacia mi pecho y trató con violencia de abrazarme. Se produjo un forcejeo y logró soltarme de sus brazos. Corrí a la puerta. Él me siguió. Furioso me apretó contra la pared y, como loco, con los ojos desorbitados trató de besarme. Me resistí desesperadamente. Su cara estaba descompuesta. Casi de casualidad, con mi espalda toqué el timbre, cuando entraba su asistente se recompuso y volvió a ser la misma persona que antes. A partir de ese día me gané un enemigo”, escribió Leni Riefenstahl en sus Memorias (aunque mucho de lo que ella dice en ese libro haya sido puesto en duda, varios testimonios coinciden en describir estas conductas abusivas de Goebbels).

El director Fritz Lang fue otro cineasta que Goebbels trató de convencer. Le dijo que él y Hitler creían que Lang era el indicado para mostrar la grandeza del Tercer Reich, que debía ser el cineasta del régimen. Lang mientras hablaba con Goebbels miraba por la ventana de la oficina un gran reloj que había en la plaza. Calculaba si llegaba al banco a retirar sus ahorros para escaparse. Salió de la reunión prometiendo una respuesta y al día siguiente escapó de Berlín y del nazismo para siempre.

Goebbels se preocupaba constantemente por los movimientos de palacio. Tenía celos de los otros ministros. Intentaba alejar a los que podían influir sobre Hitler. De esa manera boicoteaba los planes de otros jerarcas para que perdieran la atención del Führer. Esas luchas intestinas y desconfianzas ocupaban buena parte de su tiempo.

En 1943, Goebbels utilizó su convincente oratoria para dirigir a Alemania al colapso final. La dinámica de la guerra se había revertido. Los triunfos alemanes se habían acabado. Los Aliados ganaban terreno y mejoraban sus posiciones. El nazismo estaba siendo derrotado aunque sus jerarcas no quisieran verlo. La estrategia fue seguir adelante, involucrar a todos, que nadie quedara indemne. Un movimiento desesperado de su habilidad retórica, el ocultamiento de los reveses bélicos y el monopolio en la comunicación estatal recubrieron de épica. Goebbels en ese discurso lanzó la Guerra Total. Reclutamiento de mujeres, de jóvenes y niños, de personas mayores excluidas, cierre de todos los comercios no esenciales. Cada recurso material, económico y humano debía ponerse a disposición de la guerra.

A partir de ese momento, Goebbels sumó una función más. Pasó a ser oficialmente el Ministro de la Guerra Total, él debía coordinar todos los esfuerzos. En su concepción no había posibilidad de detener la maquinaria que ellos mismos había puesto en marcha. Cualquiera que quisiera proponer otra alternativa que no fuera la lucha, aún desesperada y sin posibilidades de éxito, era tratado de traidor.

Él se vanagloriaba de su lealtad y de su imposibilidad de modificar sus posturas. En los días finales, Goebbels le dijo a Donitz, quien quedaría al mando luego del suicidio de Hitler, que ellos eran superiores a él. “Porque nosotros no sólo somos capaces de vivir y luchar por el Reich, sino que también somos capaces de morir por él”.

Sus Diarios, con sus decenas de miles de páginas, escritas a lo largo de más de dos décadas son un documento de la vida interna en la corte de Hitler. También ahí se consignan sus desvaríos, visiones alucinadas, delirios de grandeza, amores clandestinos, peleas conyugales, preocupación por las disputas palaciegas, su devoción fanática por Hitler y su rampante antisemitismo.

Además de ese testimonio, de Goebbels permanece su idea de la política como manipulación, de la vocación de muchos gobernantes por controlar a la prensa y las manifestaciones artísticas, de trabajar por conseguir la imposible y extremadamente peligrosa unanimidad.

La única desobediencia llegó en el final. Hasta ese momento, durante décadas, siempre había hecho lo que se le había ordenado. Pero, ese día de abril de 1945, Joseph Goebbels se negó a hacerle caso a Adolf Hitler por primera vez en su vida. El Führer le había pedido que, junto a su familia, abandonara Berlín. Pero Goebbels se quedó.

Desde hacía diez días Goebbels, su esposa Magda y sus seis hijos vivían en el bunker de Hitler. Las tropas del Ejército Rojo acechaban. Sus bombas caían a pocos metros del refugio. La guerra estaba perdida aunque ellos todavía, con su tenue vinculación con la realidad, no quisieran verlo.

El 30 de abril Hitler mató a Eva Braun y se suicidó. Goebbels, que unos pocos días antes había sido testigo del casamiento in extremis, intentó tomar el mando de la situación después de presenciar cómo se consumían bajo el fuego, en un patio externo, los cadáveres de los recién casados. Un camino desesperado. E imposible. Procuró acordar con los soviéticos pero ya era muy tarde. Los nazis, lo que quedaba de ellos, no tenían nada para ofrecer. El Ejército Rojo había sufrido muchas muertes, y su avance lo había llevado hasta dentro de Berlín. La rendición debía ser incondicional.

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Después de años de negación, la realidad se le impuso a Goebbels. Habló con Magda (o tal vez ni siquiera tuvieron que hablar: bastaron unas miradas) y ella reunió a sus seis hijos. Al observar los preparativos, Traudl Junge, la secretaria de Hitler, una de las pocas personas que permanecían en el bunker, pretendió disuadir a la mujer. “En la Alemania que viene no hay lugar para mis hijos. Es mejor que mis hijos mueran a que vivan la vergüenza y el oprobio”, dijo Magda. Fueron muchos los que intentaron sacar a esos niños de Berlín. Pero Magda y Goebbels rechazaron las ofertas que le hicieron Albert Speer y el director de la Cruz Roja entre otros.

Goebbels hizo entrar al bunker a un dentista; ya no le quedaban médicos amigos a mano: o estaban muertos bajo las bombas soviéticas o atendían a los miles de moribundos. Luego los seis recibieron una inyección. “Chicos, son las mismas vitaminas que les dan a los soldados” les dijeron para convencerlos y para evitar el pánico. Las jeringas contenían morfina. Cuando se durmieron, ella abrió la boca de cada uno de sus hijos e introdujo una pastilla de cianuro. Mientras los acariciaba, presionaba sus mandíbulas para que el veneno se liberara.

En pocos minutos, Helga de 13 años, Hilde de 11 años, Helmuth de 10, Holde de 8, Hedda de 7 y Heide de 5, todos estuvieron muertos; sólo sobrevivió a la guerra Harald, hijo del primer matrimonio de Magda. Luego llegó el turno de Goebbels y su esposa. Abandonaron el bunker y subieron a la superficie: “No queremos que nos tengan que acarrear hasta acá arriba”, habría dicho Goebbels.

No está claro si quien disparó fue él o si un asistente suyo apretó el gatillo en la nuca de ambos. Los cuerpos fueron quemados en el patio exterior pero cuando los soviéticos llegaron al lugar todavía no se habían consumido y la tarea de reconocimiento de los cadáveres fue bastante sencilla. A los seis chicos los encontraron acostados en sus camas con sus camisones puestos.

El suicidio de Goebbels y su familia significó el último obstáculo para que las autoridades alemanas que quedaron a cargo aceptaran lo inevitable, la derrota. Pocos días después se firmó la rendición.

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